martes, 8 de noviembre de 2011

CUENTOS INCREÍBLES - SHORT STORIES INCREDIBLES OF CARL STANLEY - IN SPANISH


Carl  Stanley
                                               
 CUENTOS  INCREÍBLES
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MARZO   2004

Protegidos los derechos del autor.
Dirección Nacional del Derecho de Autor. República Argentina.


CUENTOS
INCREÍBLES

CARL  STANLEY

Estas historias son una obra de ficción. Los nombres,  personajes, como así también los hechos e incidentes, son ficticios y  producto de la imaginación del autor; cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, hechos o sucesos ocurridos o por ocurrir, es pura coincidencia.

                                                                                                 

                                                                                   El autor










EL AGUJERO


La historia que voy a contarles me produce un poco de vergüenza, con mis cuarenta y tantos años y siendo ya un hombre hecho y derecho.
Era yo un mozalbete de dieciocho, conviviendo con mi abuela materna en una antigua y vetusta casa interna ubicada en los suburbios de la ciudad. Propiedad que excedía con holgura el siglo desde su construcción, y en la cual, el inclemente efecto del transcurso del tiempo había cumplido bien su cometido.
Las dependencias de ésta reliquia del pasado, mostraba amplias habitaciones de elevados techos y pisos en machihembre, con sus largas y espinosas tablas de pino tea. Un gran patio de mosaicos calcáreos de sencillos dibujos y una larga galería descubierta hacia donde asomaban sus esbeltas y añosas puertas de madera,   repintadas mil veces, en vanos y pretenciosos intentos por alcanzar apariencia nueva.
Lindero a un baño único, externo, aislado del resto de las dependencias e incómodo su uso por razones obvias durante los crudos días de invierno; mi dormitorio. Más pequeño que los dos restantes y con un simple humilde mobiliario.
Junto a la cama, una mesa de noche, de madera oscura con labrados en su puertita y en su cajón; un pequeño ropero de la misma hechura para alojar mi no muy abultada posesión de ropas, y un par de sillas. Bajo la ventana con celosías hacia el patio, un escritorio de la misma hechura, contenía el resto de mis escasas pertenencias.
Eso era todo.
Por aquellos tiempos, era yo muy joven para interesarme en temas serios, y solamente lo que vana diversión involucrase, atraía mi atención como el imán al hierro.
Uno y otro trabajito temporal proveían del dinero suficiente para mis salidas, que debo sincerarme y decir, no era abundante.
Habiendo tomado plena conciencia de la irrefutable realidad sobre el deterioro de aquella vieja casona, nada motivaba mi voluntad para emprender en reparaciones que consideraba inútiles. Sólo alguna ineludible sugerencia de parte de mi abuela me sacaba de mi actitud pasiva e indiferente, para luego realizar alguna precaria reparación.
Contemplaba el desvencijado inmueble, como quien contempla un enfermo terminal, sin temor a predecir un fatal e inequívoco desenlace. Adivinaba su inevitable destino.
En cuanto mi querida abuela dejase de rentarlo, sería la demolición.
Un buen día, de forma repentina, descubrí dentro de mi dormitorio y junto a la pared, muy cercano a la puerta y sobre el oscuro piso machihembrado de madera, un pequeño agujero de bordes irregulares y escasos tres o cuatro centímetros de diámetro.
Supuse de inmediato sin temor a equivocarme, era producto de la corrosión del noble pino.
Como requería el caso, lo obturé valiéndome de un pequeño e inservible trapo, para luego ocultar aquella rotura, colocando por encima, la silla que cumplía funciones de perchero temporal de algunas prendas de vestir. Satisfecho por tan sencilla solución a lo que en aquel momento me pareció un insignificante problema, olvidé el suceso, por no considerarlo digno del menor de mis desvelos.
Poco tiempo más tarde, lo confieso, pues con sinceridad me sería dificultoso recordar cuanto transcurrió hasta aquel día; con asombro, advertí que el improvisado tapón había desaparecido, dejando en su lugar, un agujero de mayores dimensiones que el anterior, y que suponía en forma definitiva sellado.
De inmediato me percaté que de ligeras soluciones no se trataba el problema, y para el día siguiente, una placa de madera bien clavada cubría el agujero.
Creí en tal punto haber terminado en forma definitiva con aquel problema, pero para mi pesar no fue así.
Luego de una larga e insomne noche, en pleno apogeo del caluroso verano, horrorizado, observé por la mañana del día siguiente, que el remiendo de madera había desaparecido en forma misteriosa, dejando en su lugar otra vez, aquel ojo negro de bordes corroídos y desparejos.
Unos pocos y doblados clavos, junto con algún minúsculo trozo del parche, era todo lo que quedaba del remiendo.
Sobresaltado ante tan insólito e inexplicable hecho, decidí terminar con el asunto de forma definitiva.
Por si algún lector lo desconoce, aquellos antiguos pisos de madera machihembrada, solían ser clavados sobre tirantes extendidos de pared a pared. Suspendidos por encima del suelo de tierra apisonada, dejando un vacío de entre treinta a cincuenta centímetros. Tal como la describo, era una técnica usada antaño.
Está demás mencionarlo, pues como suponen; aquel sitio por debajo, se convertía de forma inexorable en un hábitat ideal, oscuro y tranquilo, para la proliferación de toda clase de insectos y roedores.
La sola idea de ser asaltado en medio de la noche por algún arácnido de grandes dimensiones, a decir verdad me aterraba, pues siempre sentí un temor exagerado e irracional hacia tales insectos, y debo confesar que aún lo siento. Sin embargo, no profeso el mismo sentimiento hacia los roedores, que si me permiten decirlo y aunque suene deleznable,  inspiran mi simpatía.
Volviendo a la solución del persistente problema, decidí asegurar el piso por debajo, calzando un buen taco de madera apoyado sobre la tierra, para luego clavar sobre seguro, un buen parche desde arriba.
Conseguir el tocón sería fácil, y luego, mediante regla o metro, debía tomar la medida de su largo de antemano. Mas no disponiendo en aquel momento ni de lo uno ni de lo otro; utilicé  una vara de madera y un lápiz para trazar la marca.
Pero tamaña fue mi sorpresa, cuando introduje la vara  de madera,  y esperando tocar la tierra, no lo hice.
Asombrado por aquel hecho, preguntándome porque razón el piso de tierra se encontraba tan distante, tomé prestada la escoba  de la casa, cuyo palo, más largo que mi improvisara vara de medición, serviría de igual manera.
En efecto y como sospeché, introduciendo el palo de la escoba, éste chocó contra el piso de tierra por debajo.
Hasta aquel momento, la tarea estaba completa y debí dedicarme a colocar el tocón y el parche, nada más. Por eso, maldigo mi personalidad inquieta que me llevó a mover el palo de escoba en dirección hacia la pared y junto a la cual se encontraba el persistente boquete.
¡Ay de mí por ser dueño de tan indómita curiosidad!
Con asombro, descubrí que sin hallar nada en su camino, en toda su extensión penetraba.
De inmediato abandoné aquel inútil sondeo, procurándome presuroso una linterna tomada de uno de los cajones de mi viejo escritorio, para luego, de rodillas y agachado, iluminar hacia el interior del misterioso agujero.
El haz de luz se proyectó seguro... pero iluminó la nada.
Apagué el artefacto y me puse de pié desconcertado. No podía dar crédito a lo visto y sucedido.
De inmediato, en un intento por ordenar mis pensamientos, planteé una pausa a mi confundida mente.
¿De cual raro y misterioso fenómeno era yo testigo?
Con certeza de ninguno que una cabeza serena, mediante la lógica, técnica o ciencia, no pudiese explicar satisfactoriamente.
Entonces, en aquel  preciso momento, se me ocurrió una razón valedera para la existencia de semejante hoyo.
El piso inferior de tierra, debajo del de madera y pared de por medio lindero con el baño, había sido horadado durante largo tiempo por alguna dañina pérdida de agua, causada a su vez ésta, por una añosa y deteriorada cañería.
Siendo tarde ya, resolví dejar para el día siguiente todo lo que a reparaciones concerniese.
Decidido a retomar la tarea interrumpida, eché  manos a la obra temprano en la mañana. Si se trataba de una fuga de agua, debía escarbar hasta descubrirla, pues ésta vez y en forma definitiva, estaba dispuesto a acabar con el persistente y estúpido problema.
Planeé aserrar la noble madera, para luego poder introducirme de cuerpo completo, hurgar en el hoyo con más comodidad y hasta dar con aquel dichoso caño en mal estado.
Así, dos horas más tarde, sierra de por medio, un cuadrado de metro por metro levanté del maltratado piso.
Pero lo que mis ojos descubrieron entonces, hizo que los pelillos de mi nuca se erizaran de repente.
Una tremenda y amenazante cavidad circular horadada en la tierra virgen, se presentó ante mis incrédulos y desorbitados ojos. Su diámetro de casi un metro, iba un poco más allá del cimiento de la pared, el cual, ahora yacía desmoronado en aquel sitio.
De inmediato, eché mano a la linterna, pero fue sólo para  descubrir con horror un verdadero túnel.
Retrocedí dando un brinco, asustado por tan insólito descubrimiento. Nunca fui temeroso, pero créanme que el hallazgo  hubiese metido miedo al más pintado.
Con premura, no dudé en colocar a modo de tapa, el cuadrado de machihembre cortado, asegurando a éste lo mejor posible y luego echar la silla por encima.
Haría el resto el día siguiente, si es que en realidad descubría cual era la solución para tapar aquel siniestro hoyo, ahora de proporciones alarmantes.
Sin embargo, esa misma noche y en medio de un inquieto sueño, me despertó un  extraño sonido.
Alerta, me incorporé sobre la cama intentando descifrar el motivo de mi desvelo.
Ni un minuto había transcurrido, cuando percibí proveniente de aquel agujero, un rascar la madera por debajo.
¡Ay de mí!
Aterrorizado, intenté alcanzar la perilla del velador que sobre la mesa de noche se encontraba. Pero mis ojos casi saltan de sus órbitas y mi corazón se detuvo, cuando esperaba que la luz salvadora se encendiera, y nada ocurrió.
Entonces, como un demente, salté de mi cama para lanzarme hacia afuera en alocada carrera. Y un instante después, semidesnudo, de pié en medio del patio y con la mente perturbada, me hallaba yo presa del pánico y de una agitación descontrolada.
Decidido a no retornar a aquel dormitorio por nada del mundo, al menos durante el tiempo que durase la oscuridad, acurrucado en un sofá y dormitando de a ratos, pasé el resto de aquella terrible noche. Por supuesto, no conté a persona alguna sobre lo ocurrido, pues con seguridad me tomarían por un loco, o por ser dueño de una imaginación fantasiosa en exceso.
A la mañana día siguiente, acompañé a mi abuela hasta la terminal de autobuses, pues dispuesta a visitar a una de sus queridas hermanas en Buenos Aires, pasaría fuera varios días.
Por supuesto evité mencionar lo sucedido, pues no deseaba preocuparla por nada del mundo.
Quedarme solo, si bien debo admitir que bastante temor me causaba; brindaría completa libertad a cualquier acción que quisiera emprender con respecto al insólito problema.
El recuerdo de lo sucedido la noche anterior me atormentaba cada cinco minutos, y mi mente analítica e inquisitiva, intentaba encontrar una explicación racional a los inusuales hechos acontecidos.
Por fin, luego de cavilar largo rato, arribé a la lógica conclusión que de alguna rata de considerable tamaño se trataba. Protagonista aquella, del ruidoso rascar la madera durante la noche anterior.
Esta simple explicación, trajo consigo algo de sosiego, digo “algo”, pues la  presencia de semejante túnel aún seguía siendo inquietante. Mis más ocultos temores se hicieron presentes, trayendo consigo, un sinnúmero de fantasías aterradoras que mi mente comenzó a elaborar.
No con poco trabajo desplacé mi modesto roperito, hasta situarlo encima de la madera que había cortado y ahora se hallaba tapando la boca de aquel insondable túnel que había tenido la desgracia de descubrir.
Supuse entonces, que la siguiente noche podría dormir tranquilo y  sin temor a que algo extraño emergiera para asaltarme en medio de mi sueño.
Sin embargo, justo a la una de la madrugada, desperté nervioso en medio de un inquieto sueño.
Primero no supe la causa, pero luego, y poniendo mucha atención, mis oídos percibieron un susurro casi imperceptible.
Sólo un cuchicheo, apenas audible
La sangre se me heló en las venas y los pelillos de todo mi cuerpo se erizaron de punta a punta.
No sé de donde saqué el coraje en aquel infausto momento, mas lo que sí me consta, es que grité a todo pulmón maldiciendo amenazante, al autor de tan aterrador sonido.
De inmediato, como respuesta a semejante improperio de mi parte, tremendos y sonoros rasguños se escucharon bajo el piso provenientes de aquel sitio.
Como si de las furiosas zarpas de un león se tratase.
Se desvaneció todo el coraje reunido, y en un arrebato de irracional pánico, lancé mi mano hacia la lámpara sobre la mesa de noche, que sin llegar a encenderse, a causa de mi torpeza, fue a parar contra el suelo estallando en mil pedazos.
En una fracción de segundo, como impulsado por un potente resorte, salté de la cama, para luego recorrer los escasos tres metros que me separaban de la llave de luz principal de la habitación.
Pero mayúscula fue mi desazón y sorpresa, cuando esperando la claridad salvadora de la bombilla, ésta no encendió.
Como había ocurrido en la anterior ocasión; en paños menores y temblando como una hoja, corrí hacia el patio con rapidez inusitada.
Aquella, resultó otra noche más sin pegar un ojo.
Esta vez, con una gran cuchilla de cortar carne en mi mano, destinada ésta a  protegerme de cualquier eventual ataque, pasé el resto de lo que quedaba de ella recostado sobre el viejo sofá.
¿Que había ocurrido?
A ciencia cierta no lo sabía.
Pero tenía la certeza de que algo terrorífico yacía debajo de aquel piso. Ahora no cabía la menor duda.
Por la mañana, cuando seguro que la claridad del día había espantado a todos los monstruos, comprobé que la bombilla del dormitorio encendía y apagaba sin problemas.
Una y otra vez, accioné el interruptor esperando una falla sin que ésta ocurriese.
No encontré una lógica explicación.
Pero un buen tiempo me tomó reparar el velador. La caída, producto de mi desesperado manotazo, había acabado con la lámpara, parte de su estructura y además dañado el cable.
Poco más tarde, decidido a todo, eché mano a la escopeta del doce de mi difunto abuelo dejándola en condiciones mediante concienzuda limpieza. La vieja y poderosa cazadora, dormía sobre el ropero hacía ya muchos años.
Aserré con prolijidad ambos cañones, para que su menor longitud la hiciese doblemente maniobrable y efectiva, luego, compré cartuchos de munición gruesa.
Desde muy temprana edad, de la mano de mi padre, había practicado la cacería, por lo que usarla sabía muy bien. También, sabía, que ella mataría, de eso estaba seguro, todo lo que se arrastre, camine o vuele.
Poco más tarde, invertí el escaso dinero con que contaba, para proveerme de una larga cuerda y un farol a gas de kerosene. Estaba más que dispuesto a terminar con  aquella pesadilla de una vez por todas. No poseo tantas virtudes como cantidad de defectos, pero una de ellas, es el valor para enfrentar problemas.
Por la tarde, listo para encarar la intrépida empresa, empujé mi ropero, y corriendo las tablas cortadas, descubrí la boca del tétrico agujero.
Un sudor frío corrió por mi frente al contemplar su negra y ominosa boca. Pero lejos de acobardarme, arrastrándome de menera lenta y sigilosa, procedí a introducirme  en su interior.
El túnel de húmeda tierra gris descendía en pronunciado ángulo, bastante amplio, pero no lo suficiente como para avanzar agachado. Entonces, como un soldado, cuerpo a tierra continué adelante.
El extremo de la cuerda, que poco a poco iba soltando, lo había atado firme a una de las patas de mi cama a modo de guía para el retorno, pues ignoraba con cual cosa me toparía.
Luego de unos minutos de mugriento y dificultoso avance, el túnel se ensanchó, permitiéndome continuar mi azarosa marcha esta vez de pié, sólo un poco encorvado.
Mi asombro fue tremendo, cuando treinta metros más adelante, de improviso me topé con una amplia caverna.
Parte de tierra, parte de piedra, con una altura aproximada de unos cinco metros hasta su irregular techo, y de forma más o menos circular. No pude evitar sentir un fuerte escalofrío al recorrer con mi vista todo aquel sitio.
Además, un acre e insoportable hedor hizo arrugar mi nariz.
La luz del farol sostenido en alto, mostraba las bocas de cuatro nuevos túneles que partían en distintas direcciones.
Evité pensar sobre la razón de la existencia de aquel fenómeno, pues consideré que no era momento de distraer mi raciocinio intentando explicar lo inexplicable. Sí calculé, encontrarme a bastante profundidad por debajo de la superficie, pues el camino había sido casi en todo momento descendente.
Al azar, escogí una dirección para continuar con mi marcha, avanzando un minuto más tarde, por aquella ramificación de unos dos metros de altura pero escaso metro de ancho.
Pero poco después, al percibír un sonido agudo similar a un aullido, mi andar se detuvo y también mi aliento.
Preparé entonces la escopeta, con manos temblorosas montando sus dos martillos.
Y alerta, aguzé el oído de nuevo.
Pero todo fue silencio.
Me quedaba poca cuerda de salvamento cuando llegué a otra caverna. Esta vez, algo más pequeña que la anterior, y desde la cual, partía la boca de un nuevo túnel horadado en húmeda y oscura tierra.
Desde él amigos míos, provino otra vez el terrorífico aullido, pero bien nítido y estridente. El pánico me invadió, y casi echo a correr abandonando urgente aquel sitio.
Justo en ese momento y para llevar mis nervios hasta el límite, la luz del farol, en forma rápida comenzó a decaer.
La idea de quedarme por completo a oscuras me enloqueció.
Supe que, deprisa debía darle bomba al farolillo, pero en aquellas circunstancias se convertía en una maniobra harto complicada, por sostener con la otra mano la escopeta, y que de ningún modo, soltaría  por un instante.
Entonces, como pude, acomodé el arma bajo el brazo, y con tremenda lentitud el bombín comencé a accionar.
Pero cuando estaba en plena tarea, al levantar la vista lo vi.
Un temblequeo me invadió de pronto y mis piernas se aflojaron. Mi corazón comenzó a latir de forma tan rápida y descontrolada que retumbaba en mis sienes como tambor.
El medía más de dos metros de altura. Con robustos muslos en la parte superior de sus delgadas patas y su pecho era afilado, huesudo y prominente. Sus brazos resultaban delgados, pero con largas y aguzadas garras en sus extremos. Sobre su espalda, un par de alas semi desplegadas como las de un murciélago.
Tenía sus rojos ojos muy fijos sobre mí.
Terrorífica y abominable criatura, tal vez parida en las entrañas del mismísimo averno.
Su rostro, si es que puede llamarse así, con un hocico entreabierto me mostraba furioso largos y amenazantes colmillos, quizás por el simple hecho de osar invadir sus dominios.
¡¿De donde había salido un engendro semejante?!
La impresión fue tal, que casi caigo desmayado en ese mismo instante.
Sin embargo, lejos de salir huyendo, enfilé sin dudar mi escopeta y tironeé ambos gatillos en un solo veloz  e instintivo movimiento.
Los ensordecedores estampidos de ambos cartuchos fueron uno solo, y una poderosa llamarada de fuego y chispas iluminó la cueva durante un segundo.
Pero el farol de deslizó de mi otra mano para caer al suelo.
Luego no vi más nada.
Siguiendo la soga tendida que marcaba el camino, emprendí de inmediato mi retirada.
¡Que indomable es el miedo!
Por más que pretendí, no logré salir veloz como en ese momento hubiese querido. Un temblequeo incontrolable me dominaba y por más que me esforzaba no lograba apaciguarlo.
Luego de unos interminables y angustiosos minutos, tropezando con torpeza y guiado por la débil luz de mi pequeña linterna, emergí de aquel monstruoso agujero.
Si di muerte a aquella infernal criatura, hasta el día de hoy no lo sé. Pero lo que sí puedo afirmar, es que con la vieja escopeta, a esa distancia tan corta, acertarle le acerté.
En los días subsiguientes, antes que regresara mi abuela; a rellenar aquel hoyo dediqué todo mi esfuerzo.
No se cuantas carretillas cargadas de tierra con  gran trabajo acarreé; rellenando para siempre aquel maldito pozo.
A veces, cuando en mis pensamientos más inquietos recuerdo tan abominable criatura; por un momento siento pena, pues sólo Dios debió disponer de su suerte.
Poco tiempo después, nos mudamos de aquella casa.
No desdeñen mi relato o tilden de fantasioso, es la pura verdad lo que en éstas líneas yo he narrado.
 
 

FIN












 

 


LA GEMA AMARILLA


Contaba yo con treinta y tres años por aquel entonces, mi esposa, María, y Marcos un pequeñín de tres, cuando el cartero arribó con una misteriosa carta.
La misiva provenía de una provincia del norte, de un estudio legal y contable de un tal Dr. Frank Norris.
Aquella fría mañana de un sábado de invierno, dispuesto a leerla, me arrellané en mi sofá favorito junto al calor del hogar de la modesta vivienda que rentábamos.
Su texto muy escueto decía: “Mr. Carl  Higgins. De mi mayor consideración: Tómese  Usted la molestia de viajar lo más pronto posible a Silver Tower City. Herencia disponible.”
Firmado al pié y aclaración de la rúbrica, Dr. Frank Norris, abogado.
Di un respingo en mi sillón:
--¡María!....¡María.... somos ricos!....
Mi buena esposa acudió de inmediato, tal vez pensando que había enloquecido de repente. Con ojos intrigados preguntó:
-- ¿Puede saberse que es lo que ocurre?
-- ¡Es que recibiremos una herencia! –  exclamé emocionado al borde de las lágrimas.
Debo confesar en este punto, que en aquellos aciagos tiempos nuestra situación económica distaba mucho de ser floreciente, mucho menos estable. Mi humilde empleo como vendedor de calzado en la pequeña ciudad donde vivíamos, sólo proveía un paupérrimo sueldo apenas suficiente para proveernos a los tres de las necesidades más básicas. Mi muy querida esposa, en más de una oportunidad, obligada se vio frente a aquellas apremiantes circunstancias, a  vender productos comestibles de fabricación casera puerta a puerta en la calle.
Cada tanto, con seriedad, discutíamos sobre la posibilidad de emigrar de aquel sitio que sin futuro nos tenía a ambos. Ahora, frente a semejante noticia, era de esperarse la tremenda emoción que había hecho presa de nuestros corazones.
Al día siguiente, decidido a no perder ni un segundo, solicité permiso para ausentarme de mi empleo durante toda una semana. Y provistos del escaso dinero que con mucho sacrificio mi esposa había ahorrado, luego de breves preparativos, emprendimos el viaje en nuestro desvencijado automóvil.
Aquel invierno fue muy crudo, con mucha nieve en los caminos,  de hecho, nos demandó interminables catorce horas aquel viaje. Pero gracias a nuestra ocasional buena fortuna, llegamos a destino casi sin contratiempos graves. Digo casi, pues durante el transcurso del mismo, en dos ocasiones tuvimos que detenernos a reparar los neumáticos del viejo y achacado automóvil; el cual, a decir verdad, ya no se encontraba en condiciones de rodar el pavimento.
Silver Tower se trataba de una pequeña localidad campestre, lo que favoreció nuestra búsqueda del tal Norris. Preguntando un par de veces a ocasionales transeúntes, arribamos hasta la dirección indicada en el sobre de la misteriosa carta, y que correspondía a su estudio legal y contable.
Poco después, el pequeño y anciano hombre nos atendió amable, luego que su sesentona y coqueta secretaria le anunciara de nuestro reciente arribo. Su rostro mostró de inmediato una amplia y franca sonrisa, al anunciarme que había heredado una propiedad con todo lo que contenía; situada ésta en los suburbios del pueblo por supuesto propiedad de mi fallecida tía abuela Gertrudis.
Al mencionarlo aquel caballero, de inmediato acudió a mi mente el recuerdo de tan agradable y bondadosa mujer. La última imagen de ella guardaba en mi memoria, era la de una elegante mujer que rondaría los cuarenta años, y cada tanto, llegaba a visitarnos. Además siempre, pero siempre, me traía algún valioso obsequio.
Sentí un poco de vergüenza al recordar tales hechos, pues pensé en mi actitud ingrata hacia ella, debiendo haberla visitado al menos una vez durante sus últimos años. Pero, en fin, lo sucedido sucedió, y lo hecho, hecho está. Tal es  como decidí justificarme ante lo que a ingratitudes refiere y me achacaba la conciencia.
Nuestra imaginación, es decir, la de María y la mía; volaron de inmediato evocando la imagen de alguna suntuosa y valiosísima  mansión, que luego mediante su venta, acabaría con nuestro padecimiento  económico.
Norris se ofreció de buen talante a guiarnos hasta el sitio donde estaba la herencia, por lo que en mi automóvil trepamos de inmediato, y al cabo de recorrer un corto trecho, llegamos a las afueras del pequeño  Silver Tower.
Minutos más, Norris me hizo detener frente a la propiedad heredada.
¡Ay que desazón nos embargó!
La casa en cuestión, aunque no pequeña en dimensiones, era muy antigua y su aspecto destartalado.
-- ¡En el pasado era muy linda! 
Quiso componer un poco las cosas el abogado. Muy probable al ver  el cambio de expresión que se produjo en nuestros rostros.
-- Sí, puede que tenga razón, pero ahora.... – le respondí enseguida en tono de reproche.
El percibió enseguida nuestra intención subyacente, pues de tonto no tenía un pelo. Agregó sin perder tiempo:
-- Si ustedes me lo permiten, puedo ver de alguien con interés en comprarla.
-- Eso sí resultaría bueno. – acotó al instante María desde el asiento trasero. Se hallaba sentada junto al pequeño y ahora dormido Marcos.
-- Por lo pronto, descendamos para que conozcan su interior. – dijo Norris, intentando abrir la puerta de mi vehículo para salirse de él pero sin lograrlo.
Por más que tironeaba de la manijilla ésta no cedía. Presto descendí, y rodeando el automóvil logré abrirla desde afuera.
-- Je,je, estos automóviles.... – dijo en forma obsecuente.
Enseguida imaginé a su otro yo diciendo en cambio: 
-- ¡Estos cachivaches viejos!
Llave mediante, nuestro anfitrión abrió la rechinante y amplia puerta principal de la casa.
Cuando encendió la luz quedamos asombrados.
A pesar de su triste aspecto externo, una gran sala central se mostraba muy cuidada. Una importante araña de hierro forjado colgaba del alto techo de madera, la cual, con sus múltiples tulipas  iluminaba muy bien la estancia. La gran mesa con su respectivo juego de sillas de robusta y labrada madera ocupaban un costado.
Todos los muebles eran antiguos, sólo cuando fuimos retirando las telas que cubriéndolos servían de protección, observamos su fina manufactura y excelente estado.
La planta baja de la casona, además de su gran sala central, poseía una cocina, un cuarto de lectura pequeño y un comedor diario. Escaleras arriba, un corredor de gastada alfombra con arabescos en color ocre y negro,  brindaba acceso a tres dormitorios y un baño,  sobre el final, una escalerilla angosta conducía hacia el desván.
-- Ustedes miren bien todo, tómense su tiempo. Yo debo retirarme. Mañana por la mañana pueden concurrir a mi oficina y hablaremos sobre el precio de venta... ¿Está bien? – dijo Norris.
-- Está bien. – le respondí, luego de consultar con la mirada a María.
Ya se retiraba cuando de improviso se detuvo, y volteando hacia nosotros dijo:
-- Creo que querrán comer algo…. tal vez dormir....esteee, yo no les aconsejo hacerlo aquí, es una casa grande y fría; además de estar sucia, llena de polvo y telas de araña. Conseguirán alojamiento en el Holliday, es el hotel situado en la entrada del pueblo, además podrán comer en su restaurant.  
Hizo una pausa como pensando agregar algo, pero concluyó diciendo:
– Hasta mañana.
Luego de retirarse el hombrecillo, pregunté a María:
-- ¿Y?... ¿Qué opinas?
Ella me abrazó:
-- Con la venta de esta propiedad, mucho o poco sea lo que obtengamos, estaremos mejor que antes.
Sonreí y le di un beso sobre los labios.  Tenía razón.
Hicimos una pausa para ir a cenar, y más tarde, al regresar, continuamos revolviendo en todos los rincones de aquella vieja casa; por supuesto en busca de objetos que pudiéramos rescatar antes de su venta. Pero por desgracia para nosotros, no había en lo absoluto algo de gran valor, sólo vajillas antiguas, adornos, cuadros, etc, etc, etc.
Entonces, decidimos que la entrega se efectuaría con todo lo que aquella propiedad contenía. Resultaría menos problemático para nosotros, pues considerábamos un incordio cargar con pertenencias hasta nuestro hogar muy lejos de allí.
Más tarde, habiendo hurgado en todos los rincones, aún no habíamos hallado la llave del robusto candado que cerraba la puertita del desván. Sólo faltaba investigar su interior y todo sería asunto concluido.
Sin embargo, por más que nos esforzamos, no logramos hallarla por ninguna parte, y por supuesto, no estaba incluida en el llavero entregado por Norris.
Utilizando la punta de un pico hallado en el reducido cuartucho de herramientas de la planta baja, el cual contenía además alguno que otro cachivache; forcé  el asa del candado que cerraba la puertecilla del desván, empeñoso éste en ocultar su contenido.
A tientas, busqué un interruptor de luz en aquel oscuro recinto, y luego de encontrarlo, una bombilla suspendida solo por sus cables sujetos al bajo techo, echó claridad al sitio.
Dos pequeños ventanucos ovales daban hacia el frente, por los cuales probablemente, durante el día penetraba la luz del exterior. Un segundo más tarde, descubrimos muebles y enseres viejos apilados desprolijamente unos sobre otros en un rincón.
Por lo pronto, no había nada en aquel lugar que atrajese nuestra atención. 
Entonces, al consultar mi reloj, descubrí lo avanzado de la hora y sugerí a María que debíamos ir al hotel a pasar la noche; además, el pequeño Marcos ya se hallaba entre bostezo y bostezo.
Media hora más tarde, con el objeto de comprobar si quedaba algo de valor que hubiésemos pasado por alto, decidí dejarlos en el Holliday para luego retornar a casa de Gertrudis. Era mi intención realizar una última y final revisión, pues por la mañana nos esperaba Norris en su oficina. No convenía demorar nuestro retorno, pues con escaso dinero contábamos para permanecer  en aquella localidad por más tiempo.
Me hallaba otra vez yo, revolviendo en el desván de la casona heredada, cuando descubrí un viejo baúl entre aquel revoltijo.
Arrastré aquella antigüedad hacia el centro de la habitación con bastante esfuerzo, para después de abrir su tapa mediante un fuerte golpe que apliqué al pequeño candado que lo cerraba.
Un segundo más tarde me topé con una gran cantidad de pequeños objetos y fotos viejas,  recuerdos y souvenirs que mi tía atesoraba y que sólo para ella tenían algún valor.
Un buen rato permanecí contemplando toda una colección de antiguas fotografías; muchas de ellas mostrando parientes conocidos por mí, otras, de personas que yo nunca lograría identificar.
Por fin, cuando estaba dispuesto a terminar con todo el asunto y retirarme para siempre de la casona, un misterioso atadito de tela envejecida llamó  mi atención.
El misterioso envoltorio, estaba prolijamente rodeado con una cinta de color rojo, la cual en forma apretada remataba firme aquel paquete. Al desatarla y desenvolver la tela, encontré una pequeña cajita de simple cartón.
La sorpresa de aquel hallazgo, despabiló mi mente y disipó el persistente sueño que empeñoso estaba en apoderarse de mí.
La sorpresa que me produjo su contenido, hizo que mis ojos se agrandasen. Apareció ante mí, una hermosa y llamativa gema de color amarillo ámbar, que tallada con múltiples facetas echaba reflejos de oro.
Tal hallazgo me arrancó una sonrisa, pues enseguida pensé en su probable  elevado valor. Debajo de ella, lo descubrí al tomarla, un pequeño, añoso, y amarillento papel escrito con negra tinta y prolija letra, decía:
“Si me sujetas firme en la palma de tu mano, con sinceridad dentro de tu corazón, y  dices en voz alta que crees en mí; todo lo que tú des, multiplicado por mil  recibirás.”
No supe que pensar al leer aquella frase y esbocé una sonrisa. Releí un par de veces sin saber muy bien a que se refería, tal vez por lo avanzado de la hora y producto de mi cansancio.
La cosa es que, sin dudarlo ni siquiera por un instante; tomé la gema apretándola en mi mano derecha y dije en voz alta:
-- Creo en ti.
Con sinceridad, debo confesar que sentí un poco de vergüenza al hacerlo, pues pensé en lo ridículo de aquella acción. Me sentí tan estúpido que eché a reír. Luego, devolví la gema a su cajita de cartón, y con ella en el bolsillo de mi abrigo, partí echando llave para abandonar aquella casa para siempre.
Al día siguiente, acordamos con Mr. Norris un acomodado precio de venta para la casona, muebles y todo, y emprendimos el regreso.
Durante el largo viaje, no comenté a María en ningún momento  sobre mi extraño hallazgo. Sin embargo, mientras por la carretera y conduciendo mi automóvil me encontraba hacía más de una hora; recordé cierta pregunta que me había formulado como al descuido el abogado:
-- Esteee....y dígame Mr. Higgins...¿No encontró algo que resultase de su interés en la casona de Gertrudis....y quiera usted conservar?
Lo miré fijo por un instante, luego respondí que no, en lo absoluto. Noté entonces cierto reflejo de decepción en el rostro de aquel hombre. El mismo debió advertir aquel cambio en su actitud, por lo que enseguida intentó cambiar el tema de la conversación.
¿También buscaría la misteriosa gema?
Desconozco el por que, pero cruzó por mi mente la idea de que aquel viejo zorro estaba detrás de algo.
Antes de retirarme, no sé tampoco la razón, mencioné al descuido que también por mi cuenta buscaría un ocasional comprador para la casona.
En estos pensamientos estaba, cuando más adelante, al borde del camino; divisé una mujer haciendo señas junto  un automóvil detenido sobre la nieve y el cual aparentaba encontrarse averiado.
La apenada mujer en cuestión tendría alrededor de unos setenta y tantos años.
Muy agradecida por haberme yo acercado en su ayuda, según me explicó luego, llevaba largo rato aguardando por alguien, pero no había tenido suerte y se estaba congelando. La simple pinchadura de un neumático había sido la causa de su infortunado percance, pero anciana ella, no tenía fuerzas suficientes para reemplazar la rueda desinflada por la de auxilio que se encontraba dentro del baúl.
Presto le brindé mi ayuda, y luego de solucionarse el problema, expresándome efusivo agradecimiento continuó su viaje.
Un par de días más tarde, las sospechas con respecto a Mr. Norris se confirmaron. Habló por teléfono mostrando evidente apuro,  comunicándome que los cincuenta mil dólares acordados, ya le habían sido ofrecidos por aquella propiedad.
Desconfié de inmediato de tan rápida transacción, por lo cual, enseguida le manifesté mi cambio de parecer diciéndole haberlo considerado bien, y que por ahora no  estaba dispuesto a deshacerme de aquella propiedad.
Algo que no pude entender masculló entre dientes, luego, refunfuñó un poco y se despidió de manera breve.
Sólo dos días pasaron y Norris llamó de nuevo. Esta vez, según manifestó ansioso, el presunto comprador había ofrecido la suma de ochenta mil dólares.
Mi desconfianza aumentó en aquel punto, respondiendo escueto y enseguida, que desdeñara la oferta. Deduje de inmediato que los compradores, o aquel astuto anciano, buscaban algo que yo ignoraba.
La propiedad carecía de un valor tan elevado, ¿sería posible la causa de tanto interés, la misteriosa gema amarilla?
No lo sabía.
Una semana transcurrió cuando se produjo un tercer llamado. Esta vez, manifestó Mr. Norris, que si bien no era ni remotamente el valor real de aquella vieja casona, y trató de convencerme de que aceptar sería un pingüe negocio, la oferta había trepado a ciento cincuenta mil.
Alelado escuché pronunciar aquella cifra. Entonces, me dije que tal vez él, era el verdadero interesado en adquirir la propiedad. Recordaba muy bien, cuando aquel viejo zorro había preguntado si no había hallado yo algo interesante en la vieja casa. 
Luego de pensar un poco, afirmé que por menos de doscientos mil no vendería.
Protestó durante un largo rato, alegando que dicha suma de dinero era descabellada y no sé cuantas cosas más, pues a decir verdad no le presté demasiada atención.
Para la semana siguiente, volvíamos a Silver Tower a concretar el negocio.
Luego de obtener aquella jugosa suma de dinero, adquirimos nuestra propia  casa y un automóvil más nuevo. No crean dejé de pensar en la realidad del poder de aquella gema, pues a ciencia cierta lo hice. Y durante todo el tiempo que me fue posible, repartí a diestra y siniestra, limosnas y grandes propinas.
Más tarde el dinero llovió a manos llenas.
Lo invertido en una modesta industria farmacéutica, pasado un corto tiempo creció en forma vertiginosa y me brindó tremebundos dividendos. Más tarde, con el gran capital amasado hasta ese momento, volví a invertir en otros negocios, resultando en más y más dinero en mis manos.
Al cabo de cinco años, nos mudamos a una lujosa mansión con jardines y tres finos autos importados dentro de la cochera. Viajamos a muchos lugares que siempre habíamos deseado conocer. Nos habíamos convertido en nuevos ricos.
Sin embargo, por desgracia, el tremendo y radical cambio que se produjo en nuestras vidas terminó afectándome.
Ensoberbecido por el poder con que contaba, obviamente éste otorgado por el dinero, me volví frío, especulador, retorcido y arrogante.
La abundancia me llevó a una vida disipada, desenfrenada, de fiestas, exceso de alcohol y hermosas mujeres.
Pero una infausta noche, cuando pasado de copas me encontraba regresando solitario de una cena de negocios en la capital, pues en una antojadiza  decisión había decidido prescindir del servicio de mis dos choferes, quiso la fatalidad que atropellara y sin mala actitud de mi parte, pues fue a causa del alcohol; a una pobre anciana que cruzaba la calle y no advertí.
Me detuve de inmediato, para luego descender de mi lujoso automóvil obnubilado y a duras penas. Entonces comprobé su estado de inconsciencia, junto con graves heridas producto del brutal golpe recibido.
Voló mi mente a cortes y demandantes. A un evidente culpable en estado de ebriedad y a juicios que no deseaba.
-- ¿Y si tenía la mala fortuna que la anciana muriera? ¿Echaría por la borda mi flamante condición de rico? – pensé.
¡De ninguna manera lo permitiría!
¡No estaba dispuesto a sacrificar tanto dinero en lo absoluto!
Eché un vistazo a los alrededores, y comprobando la ausencia de ocasionales testigos del luctuoso accidente dado lo avanzado de la hora, decidí huir del sitio lo más rápido posible, olvidándome de la anciana y del trágico suceso.
Tan profundo había resultado el cambio producido en mi persona en los últimos años, que con sinceridad debo admitir, ni una pizca de culpa sentí por lo sucedido.
Olvidado creí aquel asunto, cuando un par de semanas más tarde a través de un llamado telefónico, un hombre, quien por supuesto no se identificó, me advirtió que de no entregarle medio millón de dólares, estaba dispuesto a acudir a la policía como testigo del accidente del cual yo había sido protagonista.
Evitando tomar decisiones apresuradas en un primer momento, manifesté estar de acuerdo; pero así mismo le dije, que llamase al día siguiente para ultimar bien los detalles de la entrega del dinero.
Debía darme tiempo para buscar una salida a semejante extorsión.
En efecto, al siguiente día llamó para concertar conmigo el sitio donde haría entrega de la abultada suma. Sin embargo, otra jornada transcurrió, hasta que acordamos, luego de una breve puja por decidir el sitio, hacerlo en la parada número  doce del subterráneo del Este.
Para él, resultaba perfecto un lugar lleno de gente, evitando por supuesto que yo pergeñara algo malo en su contra.
A la hora y sitio señalados me presenté, y el sujeto al verme, se acercó temeroso. Su rostro, aunque me resultó familiar, no pude identificarlo como conocido.
Un minuto más tarde, nos encontrábamos al borde del andén del subterráneo rodeados de gente apretujada, pues con toda premeditación yo había sugerido la hora de mayor afluencia de personas en aquella estación. Como así también mi cercanía al borde mismo de las vías por donde en pocos segundos más arribaría el tren.
Entonces, cuando sentí la vibración producto de la proximidad de aquel, y divisé sus brillantes luces acercarse por la negra boca del túnel, estiré mi brazo ofreciendo el negro portafolios con una franca sonrisa en mi rostro.
En ese preciso instante, cuando el maldito extorsionador extendió su mano para tomarlo, tremendo empujón le apliqué, por supuesto, luego de cerciorarme que la gente que nos rodeaba no reparaba en nosotros por estar pendiente del arribo del transporte.
El pobre cayó indefenso sobre las vías.
Sin detenerme para observar el resultado del fatal empellón, di con rapidez media vuelta y huí del lugar con disimulo.
Un ensordecedor griterío opacando el sonido del tren se escuchó a mis espaldas.
Debo confesar que, en aquel instante, sentí el compulsivo, irrefrenable y morboso deseo de presenciar como aquel deleznable extorsionador era descuartizado por el tren.
Me alejé con una sonrisa a flor de labios. Por lo bajo murmuré:
-- ¡Esto  te ocurrió por buscar problemas conmigo!
De manera definitiva, sin lugar a dudas, me había convertido en una persona maligna y sin escrúpulos. Claro estaba, que por aquel entonces no me daba cuenta en lo más mínimo del tremendo cambio sufrido.
Pero no concluyeron allí mis problemas.
De la noche a la mañana, por cuestiones de la bolsa, cayeron por el suelo todas las acciones que en inversiones tenía, dando por tierra con mis finanzas y con toda mi fortuna. Más pronto de lo que imaginaba, me vi obligado a vender la mansión y los automóviles, junto con todas mis otras propiedades. Acabaron para siempre los viajes de placer junto con nuestra fortuna, y tuvimos que  mudamos poco tiempo más tarde a una casita sencilla.
De allí en adelante, las peleas con María resultaron cosa de todos los días y llegamos al extremo de agredirnos físicamente, cosa que antaño, resultaba  impensable.
Descender de aquel encumbrado estatus, había sido terrible también para ella, pues al igual que yo, había cambiado su forma de ser, convirtiéndola en una terrible y malhumorada mujer.
Una fatídica mañana luego de protagonizar una agria discusión, me dirigí al garaje de la casa, obnubilado por completo por la ira, y luego de poner en marcha mi automóvil, retrocedí con violencia.
Nunca, durante todo el resto de ésta miserable vida, podré perdonarme aquello.
Sin advertirlo siquiera, arrollé a mi pequeño hijo Marcos de ocho años.
Cuando me percaté de lo ocurrido, ya era demasiado tarde.
La defensa trasera había golpeado de manera fatal su cabeza.
Intenté quitarme la vida muchas veces, sin embargo, no tuve el valor suficiente.
Mi esposa María dejó de dirigirme la palabra. Permaneció encerrada en un total mutismo desde el desgraciado accidente, sólo odio hacia mí reflejaban sus ojos.
La pobre era consumida poco a poco por un estado de locura y silencio.
Un fatídico día, en circunstancias que me encontraba haciendo cuentas papel y lápiz en mano, en un intento de administrar nuestro escaso dinero; fue cuando de improviso y sin que nada me lo advirtiera; clavó violencia inusitada sobre mi espalda una filosa cuchilla de cocina, para luego lanzar un desgarrador aullido propio de un animal salvaje.
Giré de inmediato, ensangrentado, con un atroz dolor por aquella herida, y con inusitada e irracional furia incrusté en su ojo izquierdo el lápiz que sostenía en la mano.
Por fortuna o por desgracia, la afilada hoja de la cuchilla no tocó ningún punto vital y logré sobrevivir.
Pero María, cayó muerta al instante sobre el piso de la cocina.
Huí de allí enloquecido, abandonando lo poco que poseía, para transformarme en un insano prófugo de la justicia.
Dos años después, me encontraba convertido en un menesteroso, anónimo y mugriento que vagaba por las calles de una ciudad lejana. Así, un trágico día intentando trepar a un convoy ferroviario, perdí pié en el apuro por subir al tren en movimiento,  caí bajo sus ruedas.
Estas, en forma inmisericorde me cercenaron ambas piernas.
Pero mi sufrimiento no acabó allí. Mi vida ruin salvaron por un milagro los médicos de emergencias.
Tiempo después, recuperado de aquel horrible accidente, en mi destartalado sillón de ruedas que la caridad me brindó, me desplacé hasta un cercano puente sobre el río, y a sus turbias aguas arrojé la maldita gema amarilla.
Aquella terrorífica gema, fuente de todos mis males. Y que como un idiota, por poder y por dinero, su culpa yo empeñoso ignoré.
Amigo mío, si por mera casualidad la encuentras, olvida que la habéis visto; pues si no actúas haciendo el bien y por el resto de tu vida, ella te devolverá con creces todo lo que tu des.

FIN









EL ARBOL DEL AHORCADO



Siempre tuve una actitud incrédula y desdeñosa en lo que a mitos y leyendas se refiere, estuviesen o no fundadas en hechos reales. Poseía  un verdadero escepticismo con respecto a todo lo que no pudiere explicarse mediante la lógica o la ciencia.
Muchas veces, en medio de entretenidas historias fantásticas contadas en círculo de amigos, mis sarcásticos y burlones comentarios sobre algún relato, sacaban de contexto a historia y a narrador, haciéndole perder toda la magia y el encanto se supone tienen aquellas.
Tenía treinta años por aquel entonces, un flamante título de ingeniero y próximo a contraer matrimonio con Roseane, cuando ambos fuimos de visita a una hermosa granja campestre, siendo ésta, una valiosa propiedad de los padres de mi prometida. Por supuesto, en aquella ocasión, nos acompañaron mis progenitores, a lo que sería
una reunión de familia previa a la boda y para ultimar los detalles del inminente y feliz evento.
Así, nos trasladamos los cuatro en mi flamante automóvil; desde la gran ciudad hasta aquel punto situado en medio del campo, cercano a una pequeña localidad llamada Riverside.
Despreocupados, felices, estábamos dispuestos a pasar dos o tres de días en estrecho contacto con la naturaleza, en aquel apacible lugar apartado del mundano bullicio.
Al siguiente día de haber arribado, muy temprano por la mañana y antes que los demás abandonaran el lecho, decidí salir a dar un breve paseo por aquel verde y paradisíaco entorno.
Escogí un viejo, estrecho y casi abandonado camino de tierra para emprender mi marcha. Sin prisa alguna, mientras el fresco y puro aire del campo llenaba mis pulmones.
Media hora más tarde, me detuve para descansar a la vera del camino, y para ello, decidí tomar asiento bajo un raro y enorme árbol seco.
Fue entonces, cuando un rubio mozalbete montado un corcel de dos colores se acercó de repente.
-- Buenos días mister.... – dijo con una amplia sonrisa, quitándose el sombrero en franco gesto de cortesía.
-- Muy buenos días joven. – contesté retribuyendo el saludo.
Mas de pronto, aquel joven se puso serio.
-- Yo que usted, mister, no me sentaría bajo ese árbol...
Reí con ganas interrumpiendo y presto le respondí:
-- No veo por que no debo, no es propiedad privada. Tampoco de hormigueros debe tratarse el asunto, pues de ello me he cerciorado antes. Y para serte sincero, lo demás poco me importa, no me interesa si detrás de esa advertencia hay alguna historia de fantasmas. 
El joven se encogió de hombros.
-- Allá usted, si eso desea…. – terminó diciendo, y meneando la cabeza, con su caballo se alejó a paso lento.
Enseguida presentí que la advertencia se relacionaba con alguna patraña campestre, y olvidando de inmediato tan absurda sugerencia, al rato estaba yo dormido profundamente.
En algún momento más tarde me desperté, estiré mis brazos y mis piernas en toda su longitud, y aspiré profundo aquel aire del campo.
-- ¡Ahhh!... el aire puro. – exclamé muy complacido.
De pronto, observé pasmado, que el paisaje antes frente a mí había desaparecido. En lugar de tupidas arboledas, se extendía una planicie verde, y en ella, se divisaba una casita cercana con un corral a su lado conteniendo diversos animales de granja.
Miré en derredor más asustado aún, para descubrir que, en realidad el entorno había cambiado por completo. Tanto era así, que hasta el árbol bajo el cual yo me hallaba sentado, lucía mucho más pequeño, pleno de verdes hojas y largas ramas.
Restregué mis ojos con fuerza, pues no daba crédito ni aceptaba  lo que ellos percibían, como si una simple ilusión óptica se estuviese burlando de mí. Pero comprobé enseguida la inutilidad de hacerlo, seguía viendo aún el mismo paisaje.
De repente, al observar que también mi ropa había cambiado, pegué un brinco quedando sobre mis pies parado.
Mi jean había desaparecido, ocupando su lugar un corto pantaloncito color marrón claro, ajustado , el cual llegaba hasta un poco más abajo de mis rodillas y ceñido en sus extremos.
Una camisa color blanca, de mangas largas, con volados en los puños, y sobre ella, un chaleco color té completaba mi atuendo.
Alelado no salía de mi asombro, cuando  y para completar aquella vestimenta que parecía de carnaval, comprobé calzadas un par de botas de caña mediana.
¡Ay de mí!
¿De que absurda broma estaba siendo víctima?
¿Que disparate era éste?
Por un momento pensé que me encontraba en medio de un sueño y el tremendo pellizco que me apliqué hizo que chillase por el dolor.
Pero no, no estaba soñando.
Por fin, me largué a reír. Supuse que todo se trataba de alguna especie de broma  de parte de mi prometida Roseane, en complicidad con mis padres y mis futuros suegros. Supuse con toda seguridad, que me habían colocado aquella indumentaria ridícula del siglo dieciocho, para luego llevarme hasta aquel lugar, bien diferente al sitio al cual yo había quedado dormido.
Sin embargo, algo no encajaba en mi mente.
¿Cómo habían logrado cambiar mi vestimenta sin que yo despertara?
¿De que manera sutil me trasladaron sin que yo ni un ojo abriera?
Lo único que cabía dentro de mi estricta lógica, era que me hubiesen suministrado algún somnífero. Pero aquello también resultaba imposible, pues en el momento de partir de la casa, se hallaban todos durmiendo.
Volví a sentarme bajo aquel árbol, con la cabeza tan confusa que mis ojos escudriñaban hacia todos lados sin entender en lo absoluto. Todo lo que había visto al despertar permanecía en su sitio y sin cambiar en lo absoluto. Percibí incluso el mugido de una vaca blanca con manchas negras y el cloquear de las gallinas que provenían del corral junto a la cabaña.
En un momento dado, una rubia muchacha emergió desde el interior de la vivienda con un gran canasto cargado de ropa en sus brazos, y más tarde, comenzó a tenderla al sol de la mañana en una fina cuerda atada entre dos largas estacas. De inmediato me puse de pié para luego dirigirme hacia allí, pues pensé, que cabía la posibilidad que ella me aclarase las ideas sobre aquel sitio en donde me encontraba. 
Aún sin saber todavía muy bien que cosa iba a preguntarle,  y cuando casi llegaba junto a ella; la joven, advirtió mi presencia.
El corazón me dio un vuelco, cuando con una amplia sonrisa se abalanzó sobre mí para estrecharme en un fuerte abrazo.
-- ¡Oh, Jack mi amor! ¿Dónde estabas?...ven, dentro está listo el desayuno.
Estupefacto, paralizado, quedé mirando sus hermosos ojos azules. Se trataba de una hermosa joven de finos rasgos, la cual vestía una larga falda celeste casi llegando hasta el suelo; ajustada en su cintura pero muy amplia en la parte baja, junto con una blusa rosa de largas mangas, que con adornos y bordados cubría su bello cuerpo.
Casi me arrastró tomado de la mano al interior de aquella cabaña; para luego hacerme tomar asiento junto a una rústica mesa de madera de pino claro. No supe que decir en aquel momento, ni que actitud tomar respecto a la situación harto extraña que estaba viviendo. Mi mente, ahora en blanco por completo, se encontraba  atorada por los inexplicables sucesos ocurridos tan de repente.
La muchacha hablaba y hablaba, pero yo me hallaba tan, pero tan confundido, que no prestaba la más mínima atención a lo que decía, y su voz, sonaba para mis oídos como un murmullo de fondo.
Por fin, plantó ante mí y sobre la mesa, un gran tazón con  té y leche, junto con media hogaza de pan de maíz.
Entonces, la miré fijo por un instante y ella tal vez percibió la angustia que mis ojos expresaban, por lo que preguntó enseguida tornándose serio su rostro:
-- ¿Qué te ocurre Jack?... luces extraño esta mañana.
Entonces, me animé a decir:
-- Mi nombre no...no es Jack, mi nombre es Richard, Richard J. Stevens....y no sé donde me encuentro, ni que hago aquí....ni quien eres tú. 
Luego tomé el tazón y bebí un sorbo de aquel té con leche.
Se puso mucho más seria y frunció el ceño.
Permaneció así durante casi un minuto, pero luego sonriendo dijo:
-- ¡Vamos Jack, déjate de hacer bromas!
-- Mira...te estoy hablando en serio. Mi nombre es Richard Javier Stevens y...y...¡¡¡No se que como diablos llegué aquí, pero te advierto que si esto es una mala broma de Roseane, ya ha ido demasiado lejos!!! 
Sorbí un poco más de aquel tazón.
Ella me observó extrañada y luego de pensar un poco dijo:
-- Jack, ¿te has dado tal vez algún golpe en la cabeza?
-- No, no me he golpeado, ni tropezado, ni caído....ni cosa por el estilo...¿Cuál dices que es mi nombre?
-- Jack, Jack Wilson, ¿acaso no sabes tu propio nombre?
-- ¡Aja! ¡Con que Jack Wilson eh! ¡¿Y quien demonios se supone que es Jack Wilson?! ¡¿Tu esposo?!
-- ¡Por supuesto que eres mi esposo! – respondió vehemente, y dio media vuelta para desaparecer por una puerta interior de la cabaña.
No tardó un minuto en regresar con un chiquillo de dos años cargado en sus brazos, el cual trataba de despabilarse restregando sus ojos, pues  a todas vistas se encontraba durmiendo hasta hacía un instante.
-- ¡ Y éste es nuestro hijo, Robert ! ¡¿O me dirás ahora que tampoco sabes quien es él?!
Advertí que la hermosa muchacha se había puesto muy nerviosa, y pronto comprendí que de ninguna broma se trataba. La joven tenía llorosos sus hermosos ojos azules, pues vaya a saber que cosas también pasarían por su mente.
Intentando calmarla dije:
-- Lleva al niño a su cama para que descanse un poco más...es temprano todavía.
Luego de hacerme caso, regresó para sentarse frente a mí.
-- ¿Es que ya no me amas y quieres marcharte? – preguntó, mientras por sus mejillas rodaban inconsolables lágrimas.
Tomó mis manos entre las suyas.
Su rostro era hermoso y dulce.
-- ¿Me escucharás si te cuento? – dije enseguida.
Mi voz sonaba insegura, pero conté lo que me había ocurrido, además de quien era yo, o tal vez en ese momento.... quien creía ser.
Cuando terminé mi extenso relato, estaba tan confundida como yo, y no sólo eso, pensó que había perdido la razón al golpear mi cabeza en alguna parte. Por lo que enseguida se puso de pié y colocándose a mi lado, comenzó a revisar mi cuero cabelludo.
Yo permití que lo hiciera, pues no había nada malo en ello, y además serviría para aclarar un tanto las cosas.
Luego volvió a sentarse frente a mí y preguntó:
-- ¿Re..recuerdas mi nombre?
-- No. No sé como te llamas. – respondí con sinceridad.
-- Mi nombre es Mary y tengo veintitres años. Nuestro hijo se llama Robert y tiene dos...y...y...
No pudo continuar y rompió en desconsolado llanto. Entonces, cogí una de sus manos entre las mías y dije:
-- Mary, por favor,  no quiero que te preocupes, ya veremos como resolvemos esto....
Pero sólo fueron palabras vanas, meras palabras para infundirle cierta calma, pues no tenía ni la más remota idea sobre lo que había ocurrido conmigo, o por que me encontraba en aquel extraño sitio.
Sin embargo, con amargura comprendí que sí de algo estaba bien seguro, todo era real.
Un poco más tarde, pasé a preguntarle que se suponía que debía yo hacer, y ella, echándome una mirada triste, me dijo en voz muy baja:
-- Debemos recoger el maíz.
Así, todo el resto de aquel día lo pasé trabajando en el pequeño cultivo sobre una parcela detrás de la cabaña; haciendo sólo una pausa para almorzar en silencio junto a la joven y el pequeño Robert.
Cuando bajó el sol, luego de una agotadora jornada de trabajo rural, me eché rendido sobre la que se suponía era nuestra cama de matrimonio.
Hasta ese momento, la única explicación racional y científica que pude hallar para lo que me estaba sucediendo, era que, de manera inexplicable, yo había traspasado algún portal en el espacio tiempo para luego aterrizar en aquel sitio y en aquella remota época, y que según me había dicho Mary, se trataba del año mil setecientos sesenta.
Pero no lograba comprender, el porqué yo me había transformado en Jack Wilson, si aún conservaba el aspecto normal y corriente de quien yo era, Richard J. Stevens.
Esa noche me eché sobre la cama y rendido me dormí al instante, con una sola idea abarcadora en mi mente, que al día siguiente despertaría en mi mundo, del cual yo formaba parte, y además que todo lo acontecido habría resultado un mal sueño.
Apenas asomó el sol en el horizonte un gallo me despertó con su canto; con rapidez y emocionado salté de la cama; pero luego, comprobé con tristeza que aún me hallaba en el dormitorio de aquella modesta cabaña.
Mary dormía plácida a mi lado, y en un pequeño camastro, el pequeño Robert.
Tomé mi cara con manos temblorosas y salí al exterior.
Aquella insólita situación había desbordado mi entendimiento y amenazaba mi cordura. Una angustia feroz me invadió y rompí a llorar desconsolado cual un chiquillo.
Dos días más tarde, acabada de juntar la cosecha de amarillas mazorcas, fue cuando Mary mencionó que debíamos cargar la carreta y dirigirnos hasta la ciudad para vender, aparte de aquel maíz, otros productos de nuestra granja.
Yo casi no emitía palabra, me había concentrado de tal forma en buscar la forma de salir de aquella situación, que todo lo que me rodeaba, no tenía para mí la más mínima importancia.
Me había convertido en una especie  de espectador de un dramático filme.
Un par de meses más tarde, sólo un par de meses; integraba yo la comunidad de aquella comarca. Me había resignado a vivir en aquella época, muy distante de mi tiempo y a la cual no pertenecía. También pasé a descubrir en los días subsiguientes, que tenía amigos y alguno que otro pariente, a los cuales fui conociendo con el correr del tiempo.
Mi relación con Mary cambió por completo, refiero esto respecto a mi anterior conducta y cercana a la fecha de mi “arribo”.
Como era inevitable, comencé a enamorarme de aquella hermosa muchacha, a querer al pequeño Robert  y  a mi nueva vida; la cual continuó como la de cualquier matrimonio.
El tiempo pasó y casi estaba todo bien. Casi, pues el gobierno del rey nos tenía a mal traer con sus fuertes impuestos y sus duras leyes, aplicadas con mano de hierro a través de su ejército colonial.
Con el tiempo, nosotros los colonos, comenzamos a organizarnos; no sólo en aquella región, sino en todo el territorio americano. Era de esperarse, pues por mi parte conocía la historia de aquellos habitantes del nuevo mundo y había llegado la hora de la independencia.
Una cosa llevó a la otra y comenzó la resistencia armada hacia los que por aquellos tiempos eran nuestros amos.
Mis manos endurecidas por la dura tarea del campo, estaban más que dispuestas y con el correr de los años de abuso, a empuñar un mosquete contra del ejército del rey.
Diversos alzamientos se produjeron en muchos sitios, que con o sin éxito, yo sabía que sucederían.
Así, me sumé a las filas del ejército irregular insurrecto; para sentirme participante de aquel trozo de historia y que “antes”, sólo conocía por libros.
La mayoría de los combates y escaramuzas que se produjeron más tarde, nos fueron desfavorables en un principio, y como sabía yo que ocurriría. Pero poco me importaba, pues conocía su desenlace.
Casi ya no recordaba a mi amada Roseane, a mis padres y a mis futuros suegros, era cosa del pasado, y de manera paradójica, el pasado era mi presente. Sólo en algunas noches, cuando fuera de la cabaña me encontraba, fumando mi pipa de madera y contemplando las estrellas; acudían a mi mente algunos vagos recuerdos de aquella vida anterior, a la cual casi había olvidado.
Diez años desde mi llegada a aquel sitio, mi hijo Robert se había convertido en un hermoso jovenzuelo, y no sólo eso es lo que puedo contarles; con mi esposa Mary, que permanecía tan linda como siempre, habíamos tenido dos hijos más, Jonathan y Lisa.
A mis cuarenta años, era un jefe de familia ejemplar, un buen y respetado ciudadano de aquella comunidad, hábil en sus tareas, en el manejo de la espada y el mosquete de chispa.
De esto último, me había ocupado y con el correr de aquellos años, en aprender con los mejores, por considerarlo de fundamental importancia para la supervivencia en aquel salvaje territorio.
Un buen día en que comandaba mi grupo rebelde; pues debo agregar que había sido honrado con el grado de teniente; recibí una bala de mosquete sobre el costado izquierdo de mi cuerpo. Y créanme que un poco asustado estaba, cosa que muy bien supe disimular debido a mi rango de líder.
Sufrí bastante para recuperarme, por supuesto también temiendo la posibilidad de contraer una infección que me enviase directo a la tumba, dado que por aquel entonces no existían los antibióticos y la cirugía tal como yo la conocía.
Tiempo después y como era de esperarse, la guerra de independencia se desató con toda su furia.
El ejército regular de las colonias enfrentó abiertamente a los soldados del rey, y simples escaramuzas pasaron a ser verdaderas batallas por controlar uno u otro territorio.
Pero un fatídico día, luego de una fallida emboscada a los soldados, y cuando me encontraba cortando leña fuera de la cabaña, un grupo de jinetes se acercó al galope.
Los reconocí desde lejos por sus rojizas casacas.
No atiné a tomar el rifle, pues a mi querida familia a peligro grave expondría, y haciéndome el distraído, continué la labor con mi hacha. Un capitán lideraba aquella tropa, la cual se detuvo a escasos metros de mí y luego prestos descabalgaron.
Mary salió de la cabaña muy asustada y traté de tranquilizarla diciéndole que no temiera, que no ocurriría nada malo, y que era mejor permanecer dentro de nuestra casa mientras yo solucionaba cualquier posible problema.
Entonces, aquel arrogante capitán desenvainó su brillante sable de batalla y colocó su filosa punta tocándome el centro del pecho. 
Permanecí inmovilizado por aquel acto que a decir verdad no esperaba.
Enseguida me rodearon cuatro o cinco soldados prestos a disparar con sus rifles si me resistía, mientras un veterano sargento, leyendo un amarillento papel que desenrolló de inmediato, dijo:
-- Jack Wilson, se le acusa de traidor a la corona, rebelde e insurrecto súbdito de su majestad el rey Jorge. De combatir en contra de los soldados del ejército real y dar muerte a varios de ellos.
Por lo tanto, se lo condena a morir en la horca sin juicio previo y en vigencia de la ley de guerra.
Firmado : general Douglas Malcom Haggerty.
Terminando de decir éstas palabras, dos soldados me sujetaron firme por ambos brazos.
No resistí en lo más mínimo, pues comprendí que era inútil, mientras bajo un gran árbol me arrastraban y lanzaban una cuerda alrededor de una gruesa rama.
Supe entonces de inmediato, que allí todo terminaría para mí, estaba condenado y moriría en unos minutos más.
Mary tuvo que ser detenida por otros dos de aquellos infames  esbirros y que forcejearon con ella, pues la pobre, se sumió en un mar de gritos y lágrimas durante todo lo que duró aquella secuencia.
Minutos más tarde, me subieron sobre un caballo y ataron mis manos a la espalda.
Rogué a Dios que recibiese mi alma, y luego, sin más, ellos el caballo azuzaron.
Un fuerte tirón sentí en el cuello, y luego todo fue oscuridad para mí.
Sabía, es decir suponía, que iría al encuentro del Creador, pues mi fe había sido siempre y seguiría siendo,  muy grande.
Acudieron a mi mente, a último momento, imágenes de toda mi vida, además de los relatos sobre la muerte, que tantas veces había escuchado.
Lo único que lamenté en aquel aciago momento, fue abandonar a mi esposa Mary y a mis hijos, a quienes amaba con locura.
Pensé por un momento, y al percibir una brillante luz delante de mis ojos que me encandiló de sobremanera; que todas aquellas historias  de la vida luego de la muerte, eran ciertas.
Entonces, esperé encontrarme con Dios.
Y así lo creí, cuando de improviso percibí una borrosa silueta, a la cual no pude distinguir muy bien debido a la intensa luminosidad que todo lo inundaba.
Luego, sentí un fuerte sacudón sobre mi hombro y una voz femenina dijo:
-- ¡Richard!...¡Richard!¡Despierta,despierta!.... te has quedado dormido a pleno sol y te hará mucho daño. 
-- Te hemos buscado toda la mañana y no te podíamos hallar.¡Sinvergüenza! – recriminó mi padre.
A duras penas abrí mis ojos, sólo para ver el rostro sonriente de Roseane; quien estaba en cuclillas a mi lado tocándome con suavidad los cabellos.
Permanecí anonadado, mudo por completo, pues no podía articular palabra. Tal es así, que ella preguntó si me encontraba bien e insistió en llevarme a consultar un médico cercano para tratarme por insolación.
Más tarde, cuando llegamos hasta la casa de los padres de mi futura esposa, prestos me auxiliaron, dado el color rojizo de mi cara y mis brazos, y además, aparentaba encontrarme al borde del desmayo.
Me recostaron sobre una cama y bebí agua fresca.
Así estuve durante una hora, más o menos, hasta que llegó el médico y llevó a cabo una exhaustiva inspección sobre mi cuerpo.
Este, concluyó que no se trataba de algo serio, sólo un poco asoleado, nada más.
Pero antes de irse, con rostro intrigado, se acercó y me dijo con inquisitiva curiosidad:
-- Que fea marca esa que tienes sobre el cuello muchacho... ¿En que situación te la has hecho?
En aquel preciso momento, como si mil resortes de gran potencia instalados en la cama me dieran fuerte impulso, salí disparado hacia el baño para observar mi cuello en el espejo.
La visión fue aterradora.
Tuve que sostenerme del pequeño lavabo para evitar caer al suelo, ya que mis piernas se aflojaron y temblaron como un par de hojas.
Alrededor de él, lucía una huella entre rojiza y morada sobre la piel.
Poco tiempo después, según refirió mi futuro suegro, una vieja leyenda contaba que en aquel viejo árbol, y bajo el cual quedé dormido; el ejército colonial del rey había ahorcado a un patriota de nombre Jack Wilson, quien había luchado en las guerras de independencia.
Además, era una realidad, que ningún lugareño se atrevía a sentarse debajo de él. ¿Por qué razón sería?.......
No tuve más remedio que hacerme el tonto ante aquella leyenda histórica, fuera cierta o no, pero no miento si les digo, que me llevó varios años superar aquel episodio.
Aún hoy, tengo alguna pesadilla cada tanto. 
Créanme mis amigos, sin mentir  en lo absoluto, que el que les habla vivió diez años en un día, y nunca más olvidaré por mucho que el tiempo transcurra, que viví dos vidas en una.
Desde ese día, todo aquel que narre una historia por muy fantástica que parezca, sepa que tiene en mí, a su más atento oyente.


FIN
    

 

 

 


ALCIDES


Me hallaba yo felizmente casado hacía dos años, un próspero industrial que en el transcurso de los últimos cinco años, había visto acrecentarse a pasos agigantados la respetable fortuna que de mi fallecido padre había heredado.
No tenía casi problemas y era muy feliz con mi buen pasar económico; que sin pecar de mentiroso o exagerado, podía tildarse de opulento.
Pero la naturaleza del ser humano es bien complicada, vive en pos de la felicidad sin saber muy bien donde ella se encuentra, busca y rebusca por doquier menos en el lugar donde él mismo está.
Treinta y cinco años tenía yo, cuando obedeciendo a una caprichosa decisión,  se me antojó realizar una excursión al aire libre y que no había llevado a cabo nunca en toda mi vida.
Se trataba de una de aquellas cosas que le quedan a uno dentro del tintero, y que tarde o temprano debe realizar para sentirse bien consigo mismo. Nunca faltó oportunidad a lo largo de mi vida hasta aquel momento, para realizar alguna excursión de ese tipo; pero siempre y arguyendo estúpidas excusas, había yo evitado embarcarme en tales aventuras, siempre poseído por infundados y exagerados temores a todo lo malo que pudiere ocurrir con mi persona.
Mi fértil imaginación me hacía ver mordido por una serpiente venenosa, despeñado por un barranco, o arrastrado por las tumultuosas aguas de un rápido de algún ignoto río, y al cual me había precipitado luego de una trágica caída.
Un buen día, ante la inútil protesta de mi esposa y de mis asociados en las finanzas, decidí dejarlo todo por un par de semanas y partir hacia las montañas, solo por completo.
Cargué una mochila conteniendo todo lo necesario en el baúl de mi automóvil y emprendí el viaje hacia lo que esperaba, fuera un feliz encuentro con la naturaleza, bien lejos del mundanal ruido.
Había escogido las sierras de Green Valley, por su singular belleza, y con más razón, escaso turismo en aquella época del año.
Así, luego de un día y medio de hermoso viaje, dejé mi lujoso y moderno automóvil en un antiguo parador donde cuidarían de él hasta mi regreso y partí con mi mochila al hombro en feliz caminata.
En realidad, para no faltar a la verdad, no se trataba de una zona muy despoblada que digamos, pues según había observado antes en el mapa, existían varias pequeñas localidades, no distantes entre sí por más de cincuenta kilómetros. Además de una buena cantidad de carreteras, otros caminos de tierra secundarios,  varios riachos donde según se comentaba abundaba la pesca. Media docena de pequeños lagos, completaban aquel maravilloso edén para todo el que desease una temporadita al aire libre.
Mi primer día de marcha, debo admitir que resultó bastante agotador a pesar de mi buen estado físico, pues era obvio que no estaba acostumbrado a una travesía tan larga. Por la tarde, armé mi pequeña tienda de campaña en las cercanías de uno de esos riachuelos de cristalinas y frescas aguas. Pero mi felicidad se vio colmada, al lograr capturar una gran trucha con mi equipo de pesca portátil  que luego asé a la luz de la luna.
Antes de irme a dormir, contemplé durante largo rato y extasiado, aquel universo repleto de estrellas, que en medio de aquella soledad, me mostraba la grandiosidad de la naturaleza.
Aquella noche dormí plácido y como nunca.
Desperté muy temprano en la mañana para prepararme un aromático y exquisito café. Todo era perfecto, y además, todo sucedía como si lo que percibían mis sentidos y desde que me encontraba en esos parajes, se hubiese magnificado en intensidad y en belleza. Tal es así, que por un momento lamenté no haber tomado la decisión de emprender aquella aventura mucho tiempo antes, o por no haber realizado excursiones similares de forma periódica y a lo largo de mi vida pasada.
Había estado ciego o sido un verdadero estúpido.
Por todas esas razones, me hice la firme promesa de volver a repetirla en un futuro cercano, en solitario, con mi amada esposa, o con quien quisiese acompañarme.
En los cinco días subsiguientes visité tres pequeñas localidades, pintorescas, dotadas de una tranquilidad sobrecogedora; con sus amables pobladores y su paisaje de belleza natural.
Para el séptimo día, y hoy lo recuerdo muy bien; tomé por un camino lateral, un desvío que partía del cual yo estaba transitando. No sé si por curiosidad impulsada por el deseo de saber hacia donde conducía, ya que no figuraba en el mapa o porque así lo quiso el destino.
Luego de unas dos horas de firme marcha, habiendo ya recorrido casi unos diez kilómetros, me detuve a descansar un rato sentándome sobre una gran roca. Encendí un cigarrillo y comencé a pensar con seriedad en volver sobre mis pasos, pues aquella vía aparentaba no conducir a ninguna parte.
¿Dónde desembocaría el estrecho camino?
¿En alguna localidad que no figuraba en mi mapa?
¿Tal vez en algún rancho agricultor o ganadero?
-- Vaya uno a saber. – dije en voz baja.
La simple y mera curiosidad, un empecinamiento de último momento y cuando estaba a punto de regresar por donde había venido, me acicateó para continuar por aquella senda.
Otras dos horas de marcha sin llegar a ninguna parte en concreto, sólo aumentaron mi intriga; por lo que en vez de desistir, aquel hecho hizo que me empeñase aún más en continuar en aquella dirección.
De pronto, a poco más de cien metros de donde me había yo detenido a encender otro cigarrillo, logré divisar un cartel asomando en un recodo próximo.
Eché a andar y me detuve al llegar al pié del mismo.
No era muy grande en dimensiones, su fondo de color blanco donde letras rojas decían:  “ALCIDES”.
-- Por fin he llegado al pueblo de Alcides. – dije por lo bajo.
Estaba ya por retomar la marcha por aquel camino, que presuntamente conducía hasta el presunto pueblo, cuando advertí que a un lado de aquel cartel se erigía un pequeño trípode de un metro de altura, pintado en negro, y en cuya cúspide se hallaba emplazada una base circular de unos veinte centímetros de diámetro. Sobre ella, una flecha cual la aguja de una brújula giraba libre. 
La curiosidad hizo que me acercara al instante, para descubrir que algo se encontraba escrito en aquella base dividida en cuatro sectores:
“TE QUEDARÁS” / “NO TE QUEDARAS”/ “TE QUEDARAS”/ “NO TE QUEDARAS”.
Sonreí al pensar en la ocurrencia de su creador y decidí echar a girar la flecha para ver que me tocaba en suerte.
Por fin, y luego de varias vueltas, se detuvo indicando “TE QUEDARAS”.
-- Entonces me quedaré. – dije en voz alta, para luego agregar sonriendo. -- Al menos por hoy.
Un poco pasadas las doce del mediodía, ya comenzaba a sentir las quejas de mi vacío estómago, lo cual hizo que apurara el paso con todas las intenciones de comer algo en alguna cantina o posada que encontrase en aquel ignoto pueblo.
Minutos más tarde, llegué a transitar por lo que supuse se trataba de la calle principal. No tenía el lugar nada de nuevo, muy similar en aspecto a otros lugares pequeños que había visitado en esos días. A simple vista, luego de andar unas cinco cuadras, estimé que se trataba de una pequeña población, a lo sumo de diez calles de largo por otras seis o siete de ancho, no más que eso.
A mi paso, recibí el saludo amable de algunos lugareños que deambulaban a pié o en bicicleta. Así, luego de unos minutos, me detuve un instante para preguntar a un hombre de unos sesenta y tantos años que barría el frente de una barbería, donde podría yo encontrar algún lugar para poder almorzar.
-- Disculpe usted caballero, ¿podría indicarme un buen lugar donde pudiera comer algo?
El tipo me miró y sonrió, enseguida respondió:
-- ¡Ah! ¿Un forastero supongo?, continúe usted dos calles más y sobre la derecha encontrará el bar de Angie. A propósito, ¿encontró ya donde alojarse?
-- No esteee, yo pienso almorzar, dormir un poco y por la tarde me marcharé.
-- Ahhh, entiendo....pero si va a quedarse, yo tengo una vivienda desocupada que con gusto le rentaré. Además le diré que a orillas del lago hay un par de playas hermosas y a sólo cinco minutos de caminata desde aquí. Sé que apreciará tomar un poco de sol o tal vez darse un baño.
Pensé en lo que me había informado y le respondí que tal vez lo hiciese luego. De todas maneras, continué hasta la pequeña taberna propiedad de la tal Angie.
El lugar era pequeño pero muy pulcro y bien arreglado, una barra con taburetes para cinco personas, y unas diez mesas con sus respectivos grupos de sillas alrededor. Allí seis despreocupados parroquianos en dos grupos de tres, bebían y charlaban alegres.
Al verme ingresar al local, sus miradas se volvieron hacia mí con un no disimulado asombro. Me pareció escuchar que uno de ellos susurró:
-- Miren, uno nuevo....
El resto de lo que dijo no pude percibirlo con claridad, dado el bajo volumen de su voz,  es probable para que yo no me percatase de lo que él repetía.
Pero era algo así como: “--  ¿Qué le habrá.....?”
Resté importancia al hecho y me acomodé en la barra. Enseguida, proveniente de una puerta detrás, apareció una mujer cincuentona, que al verme agrandó sus ojos y mostró una amplia afable sonrisa.
-- ¡Muy buenos días forastero! ¿Qué desea tomar o comer?
Devolviéndole la sonrisa le respondí:
-- Desearía comer algo, no sé que puede usted ofrecerme, y además tomaré una cerveza.
-- Le aclaro caballero, que todo lo que usted puede comer aquí es casero y también la cerveza. Tenemos huevos con tocino, jugosa carne a la plancha, verduras frescas en ensaladas, pasteles de carne y jamón, puré de papas....
-- Humm, la verdad todo eso suena exquisito. Comeré huevos con tocino y un poco de puré de papas, pero la cerveza prefiero que sea comercial.
Y concluí diciéndole la marca que yo prefería.
-- Lo siento caballero, pero toda las bebidas son caseras...créame que son muy buenas Mr.....
-- Aldridge, Jim Aldridge, está bien, tomaré una cerveza casera. – respondí.
De todos modos probaría algo nuevo y... ¿qué tan malo podría llegar a ser?
Almorcé opíparamente, y a decir verdad, la cerveza era muy buena tal como lo había mencionado Angie.
Dispuesto ya a retirarme solicité la cuenta por lo consumido y ella preguntó:
-- ¿En moneda local o en dólares?
La pregunta me resultó un tanto desconcertante y absurda, pero enseguida respondí que abonaría el importe de mi almuerzo en dólares; por lo que ella dijo:
-- Siete con cincuenta.
Le alargué un billete de diez agregando que se quedara con el cambio.
Luego, enfilé hacia el pequeño lago, guiado por un par de carteles que indicaban el camino. Caminata de por medio, al llegar, me eché despreocupado en la pulcra arena de una de las playas que estaban sobre la orilla, donde me quedé profundamente dormido, pues cuando desperté ya eran casi las cuatro y media de la tarde.
En aquel momento, decidí de manera intempestiva marcharme de aquel sitio para continuar mi travesía. Desanduve el camino hasta el lago, y desde allí el camino que conducía  hasta Alcides, pasando por su cartel de bienvenida con la extraña ruleta a su lado.
Al pasar junto a él, sonreí pensando en cual habría sido en realidad la idea del creador de aquella tonta ruletita al concebirla.
-- Vaya a saber. – dije.
Un par de horas de marcha sostenida, hicieron que me detuviera a descansar por un momento; sentándome al costado del camino y próximo a una curva que estaba un poco más adelante.
Estaba yo disponiéndome a encender mi cigarrillo, que ya sostenía entre los labios y el tercero en aquel día, cuando divisé una mancha blanca que sobresalía luego de la curva próxima.
Me puse de pié de inmediato, pues quería negar lo que delante de mí estaba viendo. Troté apurado y lo más rápido que pude con aquella pesada mochila sobre mis hombros, hasta que llegué a la curva para sólo comprobar mis sospechas.
El cigarrillo cayó de mis labios y mi boca quedó abierta en un gesto de perplejidad absoluta.
Me hallaba frente al blanco cartel que anunciaba con sus rojas letras: “ALCIDES”.
-- ¡¿Cómo es esto posible?! – dije para mis adentros.
Que endemoniado rodeo había dado yo sin darme cuenta en que dirección marchaba. Me resultaba imposible y tremendamente desconcertante, encontrarme otra vez en la entrada de aquel pueblucho, pero por desgracia así era, ni más, ni menos.
Maldije por el tiempo perdido, y girando con rabia sobre mis pies, comencé a caminar en dirección contraria, esta vez valiéndome de la brújula que traía conmigo.
Lo que más llamaba mi atención era que no había otras sendas, caminos laterales, o bifurcaciones que pudiesen haberme confundido llevándome una y otra vez hasta aquel sitio. Nada.
Dos horas más tarde el sol se ocultaba, pero aún así, decidí avanzar un poco más, con la esperanza de llegar a la carretera principal y al sitio donde nacía aquel  camino que desembocaba en Alcides.
No tuve mayor problema en continuar mi marcha en medio de la noche, pues la luna llena brillaba en todo su esplendor y ni siquiera tuve necesidad de utilizar mi linterna.
Al cabo de media hora más, y cuando doblaba uno de los tantos recodos me detuve en seco.
Ante mí y a sólo unos treinta metros, se erguía otra vez el dichoso cartel blanco con sus letras rojas.
Lancé un insulto a viva voz y me tomé la cabeza con ambas manos. No sabía que rayos estaba sucediendo. ¿Me habría extraviado debido a la oscuridad? No, eso resultaba imposible, el camino era uno sólo y no cabían dudas. ¡Otra vez en el mismo lugar luego de cuatro horas de marcha no representaba algo normal de suceder!
Estaba más que confundido y no hallaba una explicación lógica; por lo que, cansado como me encontraba, armé con presteza la tienda de campaña a un lado del cartel, y enfundado en mi bolsa de dormir decidí que lo mejor sería dejar todo para el día siguiente.
Desperté como a las nueve en una mañana radiante de sol, sin una nube en el azul y diáfano cielo. Me desperecé estirando mis brazos y mis piernas, dejando por el momento de lado el tema de que estaba anclado en aquel sitio desde el día anterior, y me preparé un poco de café caliente haciendo un pequeña fogata con ramas secas a la orilla del camino.
Bebía de a sorbos aquel elixir, pues supuse, despejaría un poco mi mente, mientras contemplaba aquel maldito nombre de Alcides.
-- Vaya nombre con que te han bautizado. ¿Quién habrá sido? ¿Tal vez el fundador? — pensé por un momento.
Cuando hube terminado mi café acompañado de un par de galletas; recogí mis pertenencias y partí de nuevo alejándome, o a decir verdad intentando hacerlo. Alejarme de aquel pueblucho de mala muerte al cual ya comenzaba a odiar. Además y como era de esperarse, no tenía la más mínima intención de regresar a él otra vez en mi vida.
Algo que me resultaba por demás de extraño, era el simple hecho de que no había visto transitar en lo absoluto ni un solo automóvil o algún otro vehículo, ni siquiera un ocasional caminante.
Cuando dos horas más tarde, arribé al mismo sitio de entrada a Alcides, casi sufrí un colapso.
Estuve a punto de desmayarme y mi corazón se aceleró. En ese preciso instante, supe que lo que estaba ocurriendo era algo sobrenatural; no sabía porque o como, pero algo extraño sucedía conmigo y con aquel maldito sitio.
Comencé a pensar que todo era obra de extraterrestres, como recordaba haber visto en algún film, o que tal vez yo había traspasado y vaya a saber cómo, un insólito portal hacia otra dimensión.
Mi ahora acalorada mente, trataba de explicar lo inexplicable a través de cantidad de ideas fantasiosas que acudían de manera repentina.
Luego de cavilar un rato, decidí que lo mejor sería entrar por enésima vez en aquel pueblo y tratar de resolver aquel entuerto de alguna forma lógica y coherente, si es que la había.
Ingresé por la calle principal, y desde allí en adelante, comencé a observar con cuidado, tratando de registrar hasta el más mínimo detalle de todo lo que mis ojos veían.
Un poco más tarde y como si nada ocurriera en realidad, me hallaba yo en el bar de Angie, acuciado por la sed, bebiendo una cerveza casera bien fría. La mujer me atendió con simpatía y de forma cortés, como si nada pasara e igual que la vez anterior. Sin embargo noté que me observaba bastante, como esperando a que yo dijese o preguntase algo.
Por supuesto, no lo hice.
Otros parroquianos que allí había, también me observaban más de lo normal y para mi gusto. Por fin, Angie rompió aquel tenso silencio que se había producido en algún momento y dijo:
-- ¿Y, que tal? ¿Le gusta nuestro pueblito?....
-- Sí, es muy bonito. – respondí haciendo una mueca.
Un poco más tarde, abandoné el bar de Angie, y más adelante, me detuve en la acera para observar a un vecino que continuaba lavando con prolijidad su automóvil, y que yo había observado al llegar.
Me acerqué y estirando la mano me presenté:
--  Jim Aldridge.
El hombre que tendría unos cincuenta y tantos años, interrumpió su tarea y me echó una mirada de arriba a abajo, luego estiró enseguida la suya para darme un efusivo apretón mientras con una sonrisa decía:
-- John Peltier, es un verdadero placer señor Aldridge.
-- Hermoso automóvil tiene usted mister, un poco viejo pero muy bien cuidado, ¿lo usa a menudo?...
La última pregunta, al señor  Peltier debió caerle como un balde de agua fría. Detuvo la labor que había recomenzado hacía unos segundos, y mirándome fijo, me respondió escuetamente:
-- No mucho.
Luego de aquel cambio repentino en su expresión me pareció que tuvo la intención de agregar algo más y se arrepintió. Luego, continuó con su lavado sin siquiera mirarme a la cara.
Continué mi caminata hasta salir de Alcides por el extremo opuesto al que había ingresado, pase junto a parcelas de cultivos varios, donde pobladores se encontraban trabajando de manera ardua. Luego, tomé por un estrecho camino de tierra y anduve por más de una hora, por fin, atravesé un hermoso y tupido monte donde me detuve para echar un vistazo  a mi mapa.
Con sorpresa descubrí que aquella zona en realidad no existía en él, o al menos no figuraban detalles u otra información gráfica que indicara la existencia de un pueblo.
Continué mi marcha por una hora más, y luego de atravesar otro monte de árboles, pude divisar más adelante, y para mi total sorpresa y desazón...otra vez , Alcides.
Créanme si les digo, que me pasé el resto de aquella terrible jornada, entrando y saliendo por distintos caminos, pero retornando siempre y de forma inexorable al maldito lugar.
Cuando cayó la noche, recurrí al hombre que había yo encontrado la primera vez que había entrado a Alcides y el que me había ofrecido alojamiento. La barbería ya había cerrado sus puertas, sin embargo él se encontraba aún en la entrada del negocio.
Cuando me vio, esbozó una sonrisa.
Me acerqué y le dije:
-- ¿Me recuerda usted?....he decidido aceptar su oferta de lugar para alojarme.
-- ¡Como voy a olvidarme! Venga, acompáñeme, le gustará, y además el precio será muy accesible mister..., a propósito, mi nombre es John Collins.
-- Jim Aldridge. – dije presentándome.
La vivienda a la que me condujo, se trataba de una casa pequeña pero muy agradable y bien arreglada. Con un jardín en su frente, donde lucían su colorido unas flores muy bonitas, además de un patio trasero con un par de árboles de mediano tamaño.
Allí pase la noche, y por la mañana siguiente, luego de ordenar un poco mis ideas, decidí salir a recorrer el pueblo en forma mucho más exhaustiva. La única librería del lugar no tenía mucho que ofrecer, pero al menos pudo proveerme de papel y lápiz. Así, con estos dos elementales utensilios, me propuse trazar un detallado plano del pueblo y sus inmediaciones. Ello, suponía, me permitiría evaluar una posible ruta de escape de aquel siniestro sitio. Pues más que una salida, ahora lo consideraba en realidad un escape de vaya a saber que poder o fuerza misteriosa que se empeñaba en retenerme.
Por la tarde, examiné el plano que con todo detalle había dibujado; para descubrir que sólo era un plano común y corriente. Sin embargo todas las entradas o salidas, y que ya había recorrido, se perdían en la nada para luego retornar a Alcides. Era como si dieran una gran curva para luego volver al punto de partida, ingresando de nuevo al poblado por un camino distinto.
Al siguiente día, decidí intentar otra vía de salida.
Esta vez, decidido, no tomaría por un camino o una senda, sino que marcharía en una dirección determinada, atravesando montes, pastizales o lo que fuera. La lógica me decía que si no perdía el rumbo, y orientado por mi brújula; lograría al fin  salir del pueblo.
Así lo hice, escogiendo la dirección norte comencé una ardua y dificultosa travesía; sin apartar por supuesto, la vista de la aguja de mi instrumento de orientación.
Pero muy a mi pesar y luego de muchas horas de penoso andar, creo que alrededor de seis en dos intentos diferentes, mis pasos me condujeron otra vez a Alcides.
Regresé a la casa que había rentado donde comencé a gritar desaforado, presa de un descontrolado ataque de ira y nervios y hasta quedar casi mudo por la ronquera.
¿Qué era lo que sucedía?
¿En que endemoniado lugar me encontraba atrapado?
¿Sería obra de algún ente?
¿Tal vez obra de Dios, sobre cuya existencia siempre tuve dudas y ahora El me daba una lección de aquella manera cruel?
No lo sabía.
Cuatro días más tarde, ya conocía a muchos de aquellos pobladores y había ensayado más de una docena de caminatas por distintos rumbos, buscado huir pero sin lograr nada en absoluto. La gente que allí vivía, se abastecía con lo que ellos mismos producían; pues observé que ningún producto, de cualquier índole, entraba o salía de Alcides.
Es más, parecía que nada entraba o salía.
Pasado un tiempo, sus pobladores no tenían reparos en mostrarse amables conmigo; pero apenas  trataba de indagar de forma sutil que era lo que allí sucedía; cambiaban de tema o interrumpían abruptamente la conversación, y despidiéndose apurados, se alejaban de mí. Casi todas las veces alegando haberse olvidado que tenían que hacer tal o cual importante cosa.
Mirando el plano que yo mismo había dibujado, advertí que Alcides tenía una pequeña estación del ferrocarril, incluso yo había pasado frente a ella pero sin darle importancia en aquel momento.
Me di una palmada en la frente y exclamé:
-- ¿Cómo pude ser tan, pero tan estúpido?
Hacia ella me dirigí de inmediato.
Se trataba de una bien cuidada edificación a todas vistas antigua pero en perfecto estado de conservación, con sus paredes de ladrillo color marrón y su techo de tejas rojas a dos aguas.
Un corto corredor atravesaba el edificio justo en la mitad, y que conducía desde la parte que daba al pueblo hasta el andén por donde estaban los rieles.
-- ¿Cómo podía haber sido tan idiota de no percatarme? – seguí pensando.
Atribuí el hecho de pasar por alto la existencia de aquella estación, a mi calenturiento frenesí por huir a toda costa de aquel lugar.
Una vez allí, casi corrí hasta la pequeña ventanilla de la boletería que daba hacia el andén y las vías. Me detuve, y con mis nudillos ejecuté con ansiedad golpecitos sobre el vidrio.
Enseguida apareció un anciano y algo adormilado hombre que con seriedad me preguntó:
-- ¿Qué es lo que se le ofrece señor?
Lo miré fijo y le dije:
-- ¿Hacia donde puedo viajar desde aquí?
-- El único servicio es hasta el parador Junction River.
-- Bien, bien, ¿y a que hora pasa el tren por aquí? – pregunté.
-- A las once de la mañana, aproximadamente. – respondió el anciano.
Sonreí de buena gana, y una loca euforia se apoderó de mí. Tal es así, que no dejé de reír y sonreír, cobrando la apariencia de un enajenado.
El boleto me costó trece dólares, y luego de retirarlo, tomé asiento en el único banco que había en el lugar, a esperar impaciente el arribo del tren que me sacaría de aquel sofocante  sitio.
Eran las once y diez y yo aún esperaba.
Cuando comenzaba a pensar que el tren no arribaría nunca a aquella estación, que todo era un cruel y triste engaño; justo a las once y veinte, cuando ya me dirigía hacia la boletería enfurecido dispuesto a tomar del cuello a aquel anciano timador con el propósito que me brindara explicaciones; a mis oídos llegó sobresaltándome el conocido silbato.
No podía creerlo pero estaba ocurriendo.
El pequeño convoy compuesto por una negra y antiquísima locomotora a vapor, su vagoneta depósito de carbón, y dos vagones de pasajeros detrás; arribó traqueteando para luego detenerse en medio de sibilantes chorros de vapor.
No podía dar crédito al magnífico suceso, y dudaba ya que estuviese ocurriendo en realidad. Mis ojos lagrimearon y hasta saludé emocionado al conductor asomado fuera de su máquina, que como el empleado de la boletería, se trataba de otro canoso anciano.
Subí y me acomodé en uno de los asientos del primer vagón.
No había pasajero alguno además de mí, y llamó mucho mi atención aquel hecho, por lo que me puse de pié para desplazarme hacia el otro.
Nadie.
Yo era el único en ambos vagones.
-- Esto es muy raro. – pensé.
Por fin, y luego de una espera de diez minutos, el tren comenzó a moverse, no sin antes que la locomotora emitiera un par de pitidos anunciando su partida.
Media hora más tarde, cuando me devoraba la ansiedad por llegar al lugar llamado Junction River, el tren disminuyó la marcha y se detuvo por completo. Intrigado me asomé por la ventanilla, y con tremenda alegría pude leer un negro y alargado cartel donde con letras blancas decía Junction River.
Bajé apresurado y a los tropezones de aquel vagón, mientras una emoción inimaginable me embargaba. Había descendido sobre el pedregullo del terraplén de las vías y junto a aquel cartel.
Pero allí no había nada, solo una larga hilera de pinos bien recortados. Pensé en ese momento que por un error involuntario de mi parte, había descendido del lado opuesto a la estación del ferrocarril.
Cuando el tren partió, observé que frente a mí solo había otra interminable hilera de árboles, nada más.
Estaba en medio de la nada.  ¿Podía ser esto posible?
Crucé las vías corriendo, desesperado, hasta casi chocar del otro lado con un cartel de chapa bastante más pequeño y bastante oxidado que decía:
“ PARADOR JUNCTION RIVER.
DISFRUTE USTED DE ESTE MAGNÍFICO LUGAR DE   DESCANSO Y DE SU HERMOSA PLAYA JUNTO AL RÍO.”
Maldije en voz alta. En mi apuro por abandonar Alcides, no había preguntado al anciano de la boletería, de que se trataba el lugar llamado Junction River.
Ahora sabía que sólo era un parador. De todos modos, decidí que no debía hacerme ya tanto problema, pues al menos había abandonado aquel endemoniado pueblucho, y ahora, desde donde me encontraba, podía dirigirme hacia cualquier otra parte. 
Decidí cruzar una línea de setos por un sendero que encontré más adelante, y siguiendo por el mismo, luego de un corto trecho, llegué a orillas de un río de aguas transparentes donde me topé con una desierta y hermosa playa de arenas blancas.
Nada más. Ninguna persona a la vista.
A la fresca sombra de un árbol, comí unas galletas que traía en mi mochila, y que entre otras cosas eran las últimas, para luego emprender otra vez la marcha.
Comencé a caminar siguiendo los rieles del ferrocarril en el mismo sentido en que había continuado su marcha el tren, esperando ansioso arribar a alguna población rural. No me importaba esta vez el tiempo que la caminata me demandase.
Por la tarde, y luego de cuatro largas horas.... arribé a Alcides.
Ya en la casa que rentaba, me eché sobre la cama y comencé a llorar como un chiquillo. Mi voluntad y mis esperanzas de salir de allí, junto con mi ánimo, se habían desmoronado, se habían quebrado como un frágil palillo de madera.
Al siguiente día abandoné la casa en sólo dos oportunidades, ambas para comer en el bar de Angie y estrictamente durante el tiempo necesario que ello me demandó.
Mi cerebro navegaba en un mar de confusión y descabelladas ideas.
Pero al fin, comprendí que debía serenarme y buscar una solución de forma tranquila y ordenada. Supe que no debía caer presa del pánico, pues mi inestabilidad emocional conduciría de manera inexorable  al enajenamiento de mi torturada mente.
Un par de días más tarde, y habiendo recobrado bastante la calma, me dirigí a un edificio donde según anunciaba en su fachada, funcionaba el ayuntamiento. Supuse que era el lugar indicado para recabar información sobre aquel endemoniado pueblo, sobre sus orígenes, y todo sobre su historia, si es tenía alguna.
Me recibió un señor mayor, muy amable y quien dijo ser el alcalde. Arguyendo tener que marcharse por un asunto urgente, me invitó a pasar, y sin más explicación, otorgó su permiso para que yo investigase sobre lo que deseara. Sólo me recomendó que cuando concluyese, dejara todo donde lo había encontrado.
Luego  se marchó sin más.
Encontré una biblioteca como cualquier otra, con gran cantidad de literatura de toda clase, una oficina de información con libros conteniendo actas de nacimiento y defunciones, otros libros con registros de obras de infraestructura y mejoras realizadas en el pueblo; nada más.
En determinado momento, llamó poderosamente mi atención una pequeña puertita lateral, que luego de abrir, acción producto de mi curiosidad, pude comprobar que conducía a un cuarto de paredes descascaradas y donde cantidad de cachivaches de todo tipo yacían apilados a diestra y siniestra.
Iba a retirarme, cuando no sé por que rara intuición, decidí investigar entre los trastos amontonados.
Luego de revolver un poco, descubrí un viejo cartel corroído y despintado con el nombre de Alcides. En un instante me di cuenta que con toda certeza había sido retirado para ser reemplazado por uno nuevo, era lógico. Pocos minutos más tarde, encontré otro en apariencia más viejo que el anterior, y luego otro, y otro más, y así hasta que para mi sorpresa uno de ellos decía “ALSIDES”.
El nombre se hallaba escrito con una “S” en el lugar donde debía haber una “C”.
De improviso, escuché un extraño ruido detrás de mí y giré de inmediato para ver desde donde provenía.
Se trataba de un hombre de alrededor de cuarenta años de edad que me observaba inquisitivo, con un balde en una mano y con un cepillo de cabo largo en la otra.
Entonces me apuré a decir, con la intención de que no sospechara de que estaba yo haciendo algo malo:
-- Ehhh...el alcalde me autorizó a investigar, mi nombre es Jim Eldridge y soy nuevo aquí.
-- Bien, no hay problema. Mi nombre es Jack  Hollis y me encargo de la limpieza de los edificios públicos. – contestó gentil.
Estaba a punto de retirarse, cuando lo llamé para preguntarle:
-- ¿Sabe usted porque este cartel dice “ALSIDES” y no “ALCIDES”? – dije señalándoselo.
-- Según tengo entendido, ese viejo cartel estuvo colocado muchos años; hasta que se decidió que estaba mal escrito el nombre, y cuando hubo que reemplazarlo, se procedió a escribir “ALCIDES” con la letra “C” ¿Alguna otra pregunta? – respondió el hombre.
-- No, no, está bien. – agregué.
El tal Jack se retiró y yo continué revisando.
Pronto me topé con otro cartel aún más antiguo que los anteriores, y donde aún se leía a duras penas no sólo el nombre de ALCIDES mal escrito, sino que de la siguiente forma:
  “  ALSI    DES”
En apariencia habían ido reemplazándose unos detrás de otros y con el correr de los años, al volverse estos inservibles por envejecimiento. Sólo que éste último, parecía ser el más antiguo de todos. Llamó mucho mi atención, la forma en que estaba escrito, por ello, lo llevé hasta que la claridad del exterior que penetraba por una de las ventanas lo iluminó por completo.
No había nada extraño en él, sólo la separación de las sílabas; como si entre ellas faltasen algunas letras. De inmediato, decidí indagar sobre aquel curioso hecho, por lo que me dirigí hasta el escritorio del alcalde, y rebuscando en uno de sus cajones hallé una poderosa lupa, con la cual regresé para observar con más detalle la inscripción.
Un rato más tarde, había reconstruido aquel maldito nombre y permanecí mudo, asombrado; pero tal vez un poco más satisfecho por haber encontrado la razón por la cual aquel endemoniado lugar se llamaba así.
Con ayuda de la lupa y un trozo de tiza, fui observando bien de cerca, marcando luego con ésta última lo que aparentaban ser microscópicas huellas de pintura vieja.
El cartel decía:
“SALSIPUEDES”
Deduje que bien justificado estaba el nombre con que habían bautizado el pueblo, y obedecía a una verdad irrefutable y absoluta, que por desgracia yo estaba viviendo en carne propia en aquel momento.
¡No podía salir!
En los días subsiguientes y durante un par de semanas, traté de huir por lo que consideré otras vías de escape alternativas. Pero todos mis esfuerzos resultaron siempre y de forma inexorable, en vano.
Incluso intenté probar la suerte girando como un enajenado, una y mil veces la extraña ruleta que yacía en la entrada del pueblo, también sin resultado. Al acabarse el dinero que traía conmigo, no tuve otra alternativa más que buscar un empleo, el cual por suerte no me fue difícil hallar, ya que los integrantes de aquella comunidad y a la cual ahora yo pertenecía, solidarios entre sí en su desgracia de estar allí varados, no dudaban en brindarse ayuda mutua.
Así, con el tiempo escuché los muchos rumores que corrían de boca en boca entre sus habitantes. Rumores que se comentaban muy en secreto y a modo de leyendas. Pero todo giraba en torno a la manera de escapar, y como habían hecho algunos de sus habitantes para abandonar el sitio, pues de la noche a la mañana nunca más se había tenido noticia de ellos.
Nunca faltaban historias mencionando que si no se hablaba del tema  de salir, o se olvidada uno de aquello, un buen día lo lograba. Pero en todos los casos, el misterio de la imposibilidad de abandonar SALSIPUEDES o ALCIDES, como ustedes prefieran llamarlo; permanecía esquivo al conocimiento de sus moradores. Creo que muchos habían quedado atrapados al igual que yo, y otros, los más jóvenes, habían nacido en aquel pueblo. No puedo decirlo con certeza pues nadie me lo confesó en forma abierta.
Así, luego de tres meses en SALSIPUEDES, conocí a Caroline Baker, hermosa mujer de treinta años y con la que estreché vínculos de amistad. No seré hipócrita con respecto a este tema, pues debo confesar que me sentía profundamente atraído hacia ella y para ser sincero no con intenciones de ser su amigo.
Fue con la única persona de aquel lugar con la que yo hablaba abiertamente sobre aquel espinoso tema, y pienso que para ella también yo era su único confidente.
Un buen día, una idea, que para ser honesto no se si calificarla como descabellada o genial, acudió a mi mente. Pensé que era muy posible que existiera alguna línea, barrera o límite, que dividiera aquella zona; barrera infranqueable para sus pobladores pero de alguna forma penetrable para los del exterior. Pues yo había entrado como si tal cosa. El quid de aquella cuestión era descubrirla, para luego buscar la forma de traspasarla, terminando así con aquella aterradora realidad que estaba viviendo y que día a día se tornaba más opresiva.
Pero para mi desgracia, por mucho que busqué y rebusqué durante los meses sucesivos a la ocurrencia de aquella teoría; tampoco obtuve ningún resultado positivo a mis expectativas. Sólo logré retornar cada vez al pueblo maldito, de forma tan simple como había salido.
Cuando llevaba casi un año de vivir prisionero, y mis esperanzas de abandonar SALSIPUEDES casi se habían desvanecido; me hallaba yo sentado y meditando a la vera del camino, justo en la entrada del poblado; cuando de repente un joven con una voluminosa mochila sobre sus hombros se acercó, y sin que yo advirtiera su presencia en un primer momento...
-- Disculpe mister.... – su voz rompió el silencio de aquella tranquila mañana haciendo que me sobresaltara en sobremanera.
Entonces, casi sin poder dar crédito a lo que mis ojos percibían, lo miré fijo por un instante y con voz temblorosa le pregunté:
-- ¿Tu...tu no vives en SALSIPUEDES, verdad?
-- En ALCIDES querrá decir, si es que al pueblo próximo usted se refiere. – contestó tranquilo.
-- ¡Sí, sí, ALCIDES o como diablos quieras llamarlo! – exclamé.
-- No. No vivo allí, y es más, ni siquiera lo conozco. —  afirmó sonriendo.
El joven de unos veintitantos años, al verme tan nervioso preguntó luego:
-- ¿Se siente usted bien?
Lo miré con fijeza y lancé la temida pregunta:
-- ¡¿Te has acercado al cartel?! ¡¿Has jugado a la ruletilla maldita?!
El muchacho debió pensar que estaba loco, pues sin decir más, dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada.
-- ¡¡¡Detente!!! – grité desesperado y me puse de pié.
Al escuchar mi grito, el joven se detuvo en seco y se volvió con rostro temeroso
-- ¡Por lo que más quieras.... no entres en este lugar maldito y menos te acerques al cartel o a su ruletilla del demonio!...¡Gracias a Dios!....
El continuó mirándome fijo, desconcertado, lejos de entender lo que yo trataba de advertirle.
Palpité su confusión por lo que le dije:
-- No creas que estoy demente o algo por el estilo, sólo confía en mí. Ni te acerques a esa entrada, pues si en algo aprecias tu libertad, darás media vuelta y te marcharás de inmediato.
El muchacho no se atrevió a articular palabra, es probable me viese aspecto de loco, pues dio media vuelta y comenzó a alejarse de allí. Fue en ese preciso instante, cuando una luz iluminó la oscuridad de mi mente y se me ocurrió aquella loca idea.
-- ¡Espera! – le grité con toda la fuerza de mi voz.
El joven se detuvo en seco, y entonces en veloz trote lo alcancé de inmediato.
-- Iré contigo...si no te molesta que te acompañe. Sólo por un trecho... te prometo que no hablaré si tu no lo deseas. – le dije sonriendo.
-- ¡Si el sale y yo estoy junto a él, entonces también saldré! – pensé.
El me miró con cierta desconfianza, y asintió con la cabeza para luego decir:
-- Está bien, por mí no hay problema.
La caminata se prolongó por unas cuatro horas, y como era de esperarse, fuimos charlando durante casi todo el tiempo. Mi mirada estuvo todo el tiempo fija en él, tal vez temía que si por un segundo se apartaba, aquel joven se esfumara por alguna misteriosa y desconocida causa.
Primero permanecí muy nervioso, pues esperaba que algo raro ocurriera; todavía no creía que aquella simple e ingenua solución diera resultado;  pero luego me calmé y decidí que más me valía pensar en otra cosa.
Tuve así tiempo de relatarle mi aterradora experiencia y entonces el comprendió, o por lo menos así lo creí; el porque yo había evitado que entrase en SALSIPUEDES o ALCIDES, como mejor gusten llamarlo.
Por fin, tras unas horas de marcha llegamos junto a la carretera, donde nacía el desvío hacia aquel lugar maldito.  Con una alegría tremenda vi de pronto pasar de largo un par de automóviles. La simple vista de aquellos vehículos estremeció mi cuerpo hasta sus fibras más íntimas. Reía y lloraba a la vez, y me embargó una felicidad nunca antes experimentada.
Por fin, luego de un rato nos separamos, pues le dije que debía descansar un poco, y que además necesitaba permanecer a solas por un par de horas. Creo que aquel joven, desorientado, nunca tuvo una cabal idea acerca de mi cordura.
Nos estrechamos las manos y allí mismo, el continuó por su camino, y yo me senté a un costado a fumar con tranquilidad un cigarrillo que tan amable me ofreció antes de irse. Hoy pienso que en realidad se alegró de liberarse de mi compañía.
No sabía donde me encontraba o en que dirección debía encaminarme, pero poco me importó en aquel momento.
Poco después, regresé a mi hogar, causando tremenda sorpresa para todos, por supuesto en mayor grado a mi esposa. Mi imprevista aparición sin mochila ni pertenencia alguna encima, tanto tiempo después y cuando me daban por muerto; se trataba de un hecho muy extraño e insólito a la vez.
No quise narrar a persona alguna mis peripecias, nada en absoluto sobre lo que me había ocurrido; pues seguro en un manicomio terminaría mis días.
Así, pasaron diez años desde mi aterradora estancia en SALSIPUEDES.
De donde yo pude salir.
Un buen día, y cuando toda aquella odisea había quedado atrás, pero juro que no olvidada; decidí regresar a aquel sitio para investigar a fondo, y no quiero que por esto me juzguen de loco,  demasiado audaz  o desafiante.
Claro está que tomé mis precauciones, tres amigos me acompañaron, mi esposa, y además dos automóviles de policía locales y que gustosos se ofrecieron a escoltarme al saber que buen dinero extra les daría.
Poco más tarde el cuerpo comenzó a temblarme, cuando a través del parabrisas del automóvil vi el blanco cartel ahora muy deteriorado y que decía    AL  SI     DES.
El cambio en aquel nombre, me produjo una total intriga; pero lejos estaba yo de imaginar que más adelante y al llegar, me encontraría con un pueblo abandonado y en apariencia hacía muchos, muchos años.
Descendí del automóvil mudo de miedo en medio de aquellas ruinas, sólo para escuchar que uno de los policías me decía:
-- Este pueblucho está abandonado desde hace unos....yo diría cuarenta años, si mal no recuerdo.
Lo miré intrigado y pregunté de inmediato:
-- ¿Está usted seguro?
-- Por supuesto. He nacido, y siempre he vivido muy cerca de aquí. – respondió sonriendo.
Solicité que por favor me dejaran solo, y comencé a recorrer sus abandonadas y polvorientas calles. Edificaciones y casas en ruinas era todo lo que allí había. Por último, me dirigí hacia el cementerio sin saber muy bien el porqué, pensé que encontraría en aquel sitio alguna respuesta.
Comencé a leer las inscripciones sobre las lápidas que allí se encontraban, sólo para descubrir con horror algunos epitafios:
“ Aquí yace Angie Williams”  1906 – 1956.
“Aqui yace John R. Peltier”    1898 –  1962. Fallecido en accidente automovilístico.
Pero mi corazón dio un vuelco, y casi se detuvo, al leer en una vieja y casi ilegible lápida blanca: “Caroline Giselle Baker”    1893 – 1934
No proseguí leyendo pues era inútil hacerlo.
Salí de allí desconcertado y confundido, trepando con rapidez al automóvil y ante el asombro de mis acompañantes, sólo dije:
-- Vamos....no hay más nada que ver. 
El resto del viaje de regreso permanecí encerrado en un total mutismo.
Nunca mencioné a persona alguna todos estos hechos, pero les juro que fueron ciertos y aún hoy, vívidamente los recuerdo.

FIN



 


 


  
 

EL  RIO

Crecí junto a un caudaloso río, de aguas marrones y oscuras, tan oscuras, que si te sumerges no puedes ver más allá de tus narices.   En él, aprendí a nadar a la temprana edad de cinco años, pero siempre sentí recelo cuando de aguas turbias se trata.
Aunque parezca obsesivo, para mí es muy importante ver que hay debajo. Sé muy bien que muchas personas demuestran miedo a darse una zambullida, por no saber nadar, o porque tal vez algún desgraciado suceso del pasado relacionado con el agua les hizo temer perecer ahogado.
Ni lo uno ni lo otro es mi caso.
Mi difunto padre, cuando yo aún no había nacido, construyó un “rancho” en la isla frente a la ciudad donde vivíamos por aquel entonces. Entiéndase por “rancho”, a una cabaña hecha en madera y montada sobre pilotes de quebracho colorado, dado que en épocas de creciente, el río cubre la tierra de varias islas. Son en su mayoría construcciones de fin de semana, propiedad de pobladores de la gran urbe frontera, aficionados a la pesca o a las actividades náuticas.
Más grandes o más chicos, con muchas o con pocas comodidades, estos ranchos hacen las delicias de los amantes del río.
En estas islas, donde solo hay sauces llorones y diversidad de aves, transcurrió gran parte de mi vida. Allí, aprendí todo lo que había que aprender para ser un isleño hecho y derecho.
Aún recuerdo con noltalgia aquellas tardecitas de mate cocido y galleta bajo de la galería del aquel rancho.
El nuestro era grande y cómodo, con sus cuatro habitaciones y su techo acanalado de zinc a dos aguas. A veces, no sólo pasábamos el día sábado y parte del domingo en él, sino que permanecíamos semanas enteras, dedicadas a la pesca y a pasear en canoa.
Un buen día, cuando rondaba los dieciocho años, compartí un fin de semana completo junto a mi amigo Ricardo, quien acostumbraba a acompañarme en aquellas ocasiones. No digo que no tuviese otras amistades, sólo que él era uno de mis dos mejores compañeros.
Ya caía el sol del verano en aquella tarde del sábado cuando echamos el último lance*. Al recoger la red desde la popa de la canoa y mientras mi amigo se hallaba a cargo de los remos; noté que ésta se ponía demasiado pesada.
-- Parece que traemos algo grande... o arrastró barro del fondo. – dije.
A veces, la red raspa en demasía el barroso lecho del río, y a consecuencia, y por impregnarse con aquella greda, se torna muy pesada al recogerla.
-- ¿No será algún pescadito bastante grande? – preguntó Ricardo.
-- No. Porque no siento que tironee.... – contesté en medio del esfuerzo.
-- ¿No será algún surubí grandote? – dijo Ricardo de nuevo.
-- En una de esas. – dije.
Alimentada por mi amigo, aquella idea de pescar algún surubí de grandes dimensiones, hizo que pusiera más empeño en la tarea.
-- A lo mejor enganchamos el tapón del río. ** – dije.
-- No vaya a ser algún raigón***. – dijo entonces Ricardo.
-- No lo digas. ¡Mi viejo me mata si se rompe la red!....y ni te cuento si nos enganchamos y hay que cortarla para liberarnos. – dije.
-- Bahh, que le hacen unos metros menos. – bromeó Ricardo. Pues sabía bien el mal carácter que tenía mi viejo, “el gringo”.
-- ¡Che, que viene pesado carajo! – exclamé en medio de tremendo esfuerzo – ...¡Ta que lo tiró!
Sabía que romper la red, significaría una severa reprimenda de parte de mi padre. Pero por otro lado estaba tranquilo, porque


*  N del A. Se denomina lance, a desplegar la red hasta que ésta haya recorrido aproximadamente toda la longitud de lo que más o menos es zona de pesca, acompañando luego a ésta con la canoa y siempre río abajo)
**   N del A .  Broma de los pescadores.
*** N del A. Un raigón, se le llama a un tronco, trozo de árbol o a veces árbol completo, que podrido su madera de tanto flotar a la deriva, pierde su flotabilidad y suele ser la desgracia de los pescadores, por romper sus redes o engancharse en ellas de tal manera que hace imposible liberarlas.
en apariencia el tejido no estaba enganchado, sino que había atrapado algo muy pesado y que yo ahora halaba muy lento y con gran dificultad hacia la superficie. Si se trataba de un raigón, lo subiríamos a la canoa, lo desenredaríamos y listo. Y en el caso de ser muy grande, lo llevaríamos a la rastra hasta la costa para liberar la red de todas maneras.
Por fin, después de un gran esfuerzo, noté que la razón de semejante contratiempo estaba casi por emerger de las marrones aguas. Esas malditas aguas oscuras no te permiten ver de que se trata hasta que está en la superficie.
Cuando asomó, casi me muero del susto.
Se trataba, nada más y nada menos, que del cadáver de un hombre ahogado que en el tejido se había enredado.
-- ¡Por Dios y todos los santos! – exclamé soltando la red por un momento.
Eché una mirada a Ricardo.
El, por su parte, debió adivinar por la expresión de mi rostro que algo malo ocurría.
-- ¿Qué es Carlitos? ¿Qué es?...¡Decíme che! – insistió al ver la expresión de mi rostro.
-- Es un ahogado....es un ahogado... – dije con cierto temblor en la voz.
-- ¡A la mierda!....pará, pará. – dijo soltando los remos y luego acercándose a la popa de la canoa – ...a ver, levantá la red.
Entre los dos recogimos un poco, y el cadáver apareció de nuevo. Estaba boca abajo, su torso vestía una camisa que habría sido blanca, pero ahora lucía color ocre por efecto de aquellas barrosas aguas que todo lo tiñen.
El cuerpo se hallaba grotescamente hinchado y putrefacto, de sus brazos se desprendían largos jirones de piel blanquecina. Su cabello, lo poco que quedaba, recuerdo  muy bien, era oscuro. Fue entonces, cuando llegó hasta nuestras narices aquel olor dulzón y penetrante de la putrefacción, tan nauseabundo que por poco nos provoca el vómito.
-- ¡A la pucha! – exclamó Ricardo arrugando su nariz  y haciendo una mueca.
Miré a mi amigo y pregunté:
-- ¿Y ahora... que hacemos?
-- Que se yo....avisamos a Prefectura Naval*. – encogió sus hombros.
Enseguida vino a mi mente la historia contada por un hombre de río, el señor “M”, bien conocido por nosotros, y que pasó por aquellas mismas circunstancias. Había relatado en una ocasión, que luego de hallar un cadáver flotando en el río, había avisado a las autoridades, y luego, todas las peripecias sufridas por él cuando lo tuvieron de aquí para allá haciendo declaraciones, una y otra vez.
-- ¡Me volvieron loco! – afirmó el señor “ M” en aquel entonces.
Así se lo hice saber a mi compañero Ricardo. Pero él me dijo enseguida:
-- Mirá, lo correcto es lo correcto, y este pobre desgraciado tiene derecho a recibir una sepultura decente para que su alma descanse en paz. Además, imagináte como lo estará buscando su familia.
-- No sé, no sé.....mirá lo que contó “M”, ¿y si es para problemas? Yo prefiero dejarlo boyando, que lo encuentre otro y listo. – dije con mucha seguridad.


* N del A  Autoridad oficial que rige en los ríos.
-- Pero no es correcto, te acordás cuando le hicimos la fiesta de despedida de soltero a Daniel y yo tomé “prestada” una  sotana del colegio de los curas para disfrazarme de sacerdote...¿te acordás o no te acordás lo que me pasó? –dijo Ricardo.
Como iba a olvidarlo. Si esa misma noche y al terminar la fiesta,  por desinstalar unas luces provisorias que habíamos colocado, mi buen amigo casi muere electrocutado.
-- ¡Dios me castigó por lo que hice y casi me muero! – exclamó muy serio con énfasis, elevando el volumen de su voz  ciertamente convencido de su presunción.
Me mantuve unos instantes en silencio, intentaba decidir que haríamos con aquel cadáver.
Luego dije:
-- Vamos a darlo vuelta.
Aquella terrible y morbosa curiosidad propia del ser humano se apoderó de mí.
Entonces, tironeando un poco de la red, lo volteamos hasta que quedó boca arriba. Resultó una mala idea. Sólo nos dimos cuenta, cuando aquel pobre desdichado mostró lo que quedaba de su rostro.
Nos miró por un instante desde sus cuencas vacías. Su cara, hinchada, deforme y en parte devorada por los peces, fue una visión espantosa. Faltaba parte de la carne sobre su boca y mandíbula, mostrando el hueso del maxilar con su dentadura al descubierto. Los restos de su cuero cabelludo se hallaban casi desprendidos.
La fuerte impresión que nos causó fue tan terrible, que soltamos la red para que volviera a sumergirse y desapareciese de nuestra vista.
Un segundo después, dije:
-- Vos pensá lo que quieras, Ricardo, pero yo lo suelto y que se haga cargo otro.
Entonces, Ricardo se encogió de hombros, como diciéndome que hiciese lo que me viniera en gana.
Eché una mirada al resto de la red recogida que se hallaba sobre la canoa y dije:
-- Yo no lo desenredo ni loco, si corto la red para que se vaya, calculo que sólo perderemos unos diez metros, pues ya la levantamos casi toda, alcanzáme el machete.
El machete siempre se lleva en la canoa cuando se pesca, y es para cortar la red en un caso de emergencia. 
Así, luego de un par de minutos, había cortado el paño del tejido.
Miré a mi amigo y le dije:
-- Hicimos lo mejor que podíamos haber hecho, sino.... era para problemas.
-- Los problemas los vas a tener vos con tu viejo, ahora que cortaste la red. – contestó Ricardo.
-- Le digo que se enganchó, probablemente en algún tronco en el fondo y.... ¡vos no digas ni palabra!  – respondí.
Y así fue, después de escuchar algunas protestas de parte de mi padre, y pasado un par de días, todo quedó olvidado.
Un miércoles diez días después, anunció mi padre, que él y mi madre habían decidido ir a pasear a las sierras de Córdoba por todo el  fin de semana próximo, y que partiríamos el viernes.
Simplemente dije que no tenía ganas, que me quedaría en casa. Y siendo ya mayorcito como era, no hubo problema alguno.
De todas maneras, sólo era por tres días, pues el lunes esperaban estar de regreso.
-- Yo te voy a dejar comida preparada y llamaré todo los días por teléfono,  por si surge algún problema, ¿sabés? – dijo mi madre.
-- ¿Seguro que no querés venir? – preguntó mi padre.
-- No, la verdad es que no tengo ganas. – dije.
Quedarme solo en casa me encantaba, además, podía ir y venir de juerga a mi antojo. Ya había ido a las sierras un montón de veces cuando más pequeño, pero ahora me aburría.
-- Sólo me tenés que hacer un favor... – dijo mi padre, mientras cargaba una valija en el baúl del automóvil el día viernes y antes de partir – ...pues casi me olvido.
Andate hasta el rancho en la “Alhajita” *, a buscar una lata de pintura gris de cuatro litros. Una de las tres que están en un rincón en la cocina. Voy a necesitarla acá en casa para el martes, pues yo no me di cuenta y llevé todas para allá, ¿vas a poder?
-- Sí. Mañana mismo a la tarde, cruzo y te la traigo. – respondí.
El día viernes y como siempre, invité a mi inefable compañero Ricardo.
Sólo dijo que no podía ir por ser el cumpleaños de su madre, y junto a sus hermanos, pensaban preparar una reunión familiar por la noche. De paso, me invitó a que concurriera cuando regresara de la isla.
A las tres de la tarde, tomé la canoa y crucé el río hasta llegar al rancho. Una vez allí y como era costumbre, abrí de par en par todas las puertas y ventanas.


* N del A. Nombre de la canoa de un amigo ( F. Maldonado) .

Era de rigor, airear las habitaciones de las cabañas, por estar siempre muchos días cerradas por completo. Luego, me dediqué tranquilo a la lectura de un buen libro.
¿Para que apurarme a volver a la ciudad donde el calor del verano se hacía sentir con toda intensidad si podía pasarla bien bajo el fresco de los árboles?
A media tarde, y como era costumbre, preparé el mate cocido en la ennegrecida pava y acompañando con unos biscochitos. Así transcurrió el resto del  día, tranquilo y silencioso.
Antes de partir, y cuando el sol ya caía en el horizonte, se me ocurrió darme una zambullida. Caminé hasta la costa, y lanzándome a las aguas comencé a nadar unos metros río adentro.
Estaba yo disfrutando en plenitud aquel día de verano. La  apacible soledad de la isla embriagaba mis sentidos.
Pero de improviso, algo bajo las aguas rozó mi pierna.
Sentirse tocado por cualquier objeto en aquellas oscuras y turbias aguas, produce por cierto una impresión desagradable, sobre todo por la dificultad de ver de que se trata.
A veces es sólo un pez, otras veces una planta o un trozo de barba de sauce que flota a media agua.
El estar sólo en aquellos parajes, lo vuelve a uno precavido, por lo que comencé de inmediato a nadar hacia la costa y de la cual sólo me separaban unos treinta metros.
Pero cuando estaba por llegar y de repente, sin que nada me lo advirtiera, una cosa, y que no pude discernir en aquel momento de que se trataba, me sujetó por el tobillo derecho halándome con fuerza hacia abajo. El tirón me hundió con tanta fuerza, que con ambos pies toqué aquel fondo barroso que calculo estaba a unos tres metros.
Aterrado por tremendo susto, conseguí salir a la superficie y comencé a nadar a una velocidad vertiginosa hacia la costa. Cuando la alcancé, emprendí una carrera digna de competencia y hasta llegar debajo del rancho.
Allí, permanecí jadeando y descontrolado por unos minutos.
¿Que había pasado?
No lo sabía con certeza. Me había resultado muy parecido una mano que me había asido de un tobillo, para luego halarme hacia lo profundo.
Mi corazón latía descontrolado y yo temblaba como una hoja agitada por el viento, mientras intentaba encontrar alguna explicación lógica a lo sucedido.
De una broma no se trataba, pues me hallaba solo.
Me tomó un buen rato calmarme, aunque no lo logré del todo, pues tenía los nervios de punta por aquel extraño y aterrador suceso. Pocos minutos después, decidí partir lo más pronto posible y antes que se hiciera de noche por completo, por lo que tomé la lata de pintura encargada por mi padre, y cerrando con celeridad puertas y ventanas, estuve listo para regresar a la ciudad.
Poco más tarde, dando un empellón a la canoa para que se alejara de la costa trepé sobre ella y comencé a remar corriente arriba paralelo a la costa.
Pero cuando la canoa llevaba recorrido escasos treinta metros, se sacudió de improviso para ladearse después.
Sentí un golpe seco en su madera, y un brazo oscuro, putrefacto y abominable, emergió repentino de las aguas para aferrarse a la borda derecha de la embarcación.
Creí que moriría ahí mismo por el susto. Mi corazón se detuvo y mi sangre se congeló en las venas.
Lo único que atiné, fue a remar con todas mis fuerzas, girando la embarcación en dirección a la costa con la mayor velocidad posible.
Unos segundos después, su proa chocó con tanta violencia contra la orilla de baja barranca, que casi me arroja de la bancada de los remos*.
Salté a tierra para lanzarme luego a toda carrera hacia el rancho, distante éste unos cincuenta metros tierra adentro. En un abrir y cerrar de ojos, hoy no me explico como pude hacerlo tan rápido, había entrado, cerrado tras de mí la puerta, y colocado la tranca** interior.

* N del A. La bancada de los remos, es la tabla transversal utilizada como asiento para el remero.
** N del A. La tranca, es una madera resistente que se cruza detrás de puerta o ventana, impidiendo que pueda abrirse con facilidad desde el exterior y al intentar abrirla por la fuerza .  

¿ Mis ojos lagrimeaban por el miedo, era presa de un persistente temblor que no lograba calmar, y mi mente, no lograba serenarse en medio de un torbellino de confusas ideas.
Qué monstruosa cosa había emergido de aquellas oscuras aguas para atacarme?
Pero de pronto lo recordé.
El pensamiento acudió de inmediato.
¡Aquel ahogado que habíamos encontrado con mi amigo Ricardo quería venganza!
Pero...¿Era posible tal cosa? Los hechos estaban a la vista.
Deduje que por no haberlo recogido, dejándolo a la deriva. Aquel putrefacto cadáver, nunca había sido hallado, no había recibido una cristiana sepultura, y ahora, al no encontrar su eterno descanso, regresaba en busca del culpable. Yo.
Otra explicación razonable no existía, al menos en aquel momento.
Me maldije a mi mismo por no haber hecho caso a mi amigo, cuando éste lo había sugerido en aquella oportunidad.
-- De haber avisado a las autoridades, hoy se hallaría sepultado... y su alma torturada hubiese encontrado sosiego. – pensó mi atormentada mente.
Pasada media hora de estar encerrado en la cabaña, decidí abrir una de las dos ventanas del frente y que daban hacia la costa, sólo para descubrir que el sol se había ocultado por completo. La escasa claridad que aún persistía, iba desapareciendo con rapidez.
Entonces, presentí una larga  y aterrorizante noche.
A tientas, encendí dos de los faroles a kerosene, pues el interior de la cabaña ahora estaba sumido en total oscuridad. 
Una hora interminable transcurrió sin que escuchara el más mínimo sonido. Encerrado, sentado sobre una cama  pensando en aquella monstruosidad. Cuando deduje por fin que lo más probable era que aún me acechara allí afuera, de repente, un fuerte golpe se escuchó sobre la puerta.
Un salto pegué sobre la cama y me puse de pie de inmediato.
-- ¡¿Quién es?! – grité.
Una pequeña luz de esperanza, me dijo que podía tratarse de alguna persona de la ciudad y que ocupaba una de las cabañas vecinas.
Pero nadie contestó.
Al cabo de un par de minutos, muchos fuertes e insistentes golpes sonaron, como aplicados con un puño sobre la puerta de madera.
Enseguida lo supe, estaba seguro de que era él. Estaba afuera e intentaba entrar, venía por mí.
Rejuntando el poco valor que me quedaba grité:
--¡Vete  de acá demonio! ¡Mandáte a mudar... maldito hijo de puta!...
Mis ojos lagrimeaban a causa del terror descontrolado que había hecho presa de mí.
Luego de aquellos improperios lanzados a viva voz, todo volvió a la calma, pero sólo por un par de minutos. Luego comenzaron a sonar los furiosos y repetidos golpes, cada vez mucho más fuertes.
Comencé a percibir un hedor insoportable, y un poco más tarde, unos tremendos empellones hacían que las dos hojas de la puerta se arquearan levemente hacia adentro. Creo que de no haber estado la tranca asegurándola, de par en par se hubiera abierto. Aquellos empellones continuaron durante largos, angustiosos e interminables minutos, durante los cuales, yo permanecí temblando, con la mirada fija en aquella puerta y con el machete en la mano.
Si en algún momento cedía y el engendro penetraba, la emprendería a machetazos dispuesto a vender cara mi vida.
Pero por fortuna, la noble madera resistió todos los embates lanzados, y al cabo de un largo rato todo volvió a ser silencio.
Pensé en aquel momento que mi única vía de escape era la canoa, pero ni amarrada la había dejado en mi apuro por refugiarme,  si la corriente la había arrastrado, estaba perdido.
Pensé que si por fortuna me libraba  de aquel trance, sería todo un problema explicar aquellos sucesos, pues nadie me creería, y encima, mi viejo me mataría por haber extraviado una embarcación ajena.
La puerta de entrada tenía cerrados los postigos interiores, esto la volvía más resistente, pero no me permitía observar hacia fuera. Decidí entonces abrir las ventanas del frente, con mucha cautela y con el mayor de los cuidados para no provocar el más mínimo ruido. Debía saber a toda costa lo que pasaba afuera, es decir, donde se hallaba aquel abominable resto humano, o si por fin, y al ver que no había forma de atraparme, se retiraba de una buena vez dejándome tranquilo
A través de ellas, a través de la noche, alcancé a divisar el terreno hacia el frente y hasta la costa, el reflejo del río, y más allá, las luces de la ciudad.
Por mucho que atisbaba en la oscuridad, no lograba localizar al desgraciado, y me inquietaba demasiado, el hecho de no saber con exactitud por donde andaba rondando. Aquella noche resultó muy calurosa, y yo, allí encerrado, había comenzado a transpirar profusamente. La sed comenzaba a acuciarme y no disponía de una mísera gota de agua.
Sin embargo, decidí alejar mis pensamientos de ese hecho, pues sumaría otro problema a mi atormentada mente. Aguardaría a que llegara la mañana y luego trataría de salir de allí a como diera lugar. Con seguridad, para el día siguiente y siendo sábado, arribaría gente a alguno de las dos cabañas vecinas y entonces me encontraría a salvo, o por lo menos eso pensaba.
En medio de mis cavilaciones fue cuando comencé a escuchar raspar sobre la madera de la pared, sonido que fue creciendo en intensidad hasta parecer un león afilando sus garras. Maldije por no tener a mano la dichosa escopeta isleña, que por desgracia para mí, estaba en el cuarto lindero destinado a guardar todos los trastos, redes y herramientas, y sólo se tenía acceso por una puerta que se hallaba bajo la galería.
Aunque a decir verdad, no sabía si era posible matar a uno que ya está muerto.
De todos modos, calculé que si le acertaba algunas perdigonadas a corta distancia y en alguna de sus podridas piernas, seguro se la desarmaría, dejándolo sin poder caminar.
¿Y si no lo lograba? ¿Y sino le hacía efecto alguno?¿Cómo matar a un muerto?
Los rasguños en las paredes continuaron a intervalos. Consulté mi reloj, y sus agujas indicaban las nueve de la noche. Esperaba ansioso que a la luz del nuevo día aquel engendro se marchase.
Mi oído, cada tanto, percibía el crujir de la madera y el leve sonido de sus pausados pasos en la estructura de madera, como si anduviese de aquí para allá buscando la forma de penetrar para atraparme.
Revolví entonces dentro de un pequeño y bajito armario, donde mi padre solía guardar algunas herramientas de mano.  Sólo encontré destornilladores, una pinza, y un serrucho de pequeñas dimensiones.
Pero de pronto se me ocurrió una idea, si podía quitar un par de tablas de la pared de madera lindera, con seguridad accedería al cuarto de trastos y por supuesto a la escopeta, por lo que sin pensarlo dos veces me aboqué a la tarea.
Comencé a hacer palanca valiéndome de los destornilladores grandes y en una  junta entre dos tablas, para luego introducir con cuidado la hoja del serrucho para cortar los travesaños.
En plena tarea me hallaba, cuando un nuevo sonido llegó a mis oídos y me detuve de repente en lo que estaba haciendo para escucharlo mejor.
--¡Por Dios!— exclamé.
Era el sonido de las acanaladas chapas de zinc que cubrían el techo y que probablemente crujían al tratar de ser arrancadas.
-- Este se quiere meter por arriba. – pensé de inmediato – ¿pero por donde y como? –
Recordé entonces que en el exterior había quedado una escalerilla corta que tenía varios usos.
Valiéndose de la misma, él trataba de vulnerar el techo para meterse dentro. De inmediato me trasladé hasta la otra habitación, para con pavor descubrír que estaba forcejeando intentado retirar una de ellas, la cual se hallaba desprendida en forma parcial dejando un espacio a través del cual se veía el negro cielo estrellado.
-- ¡Mandate a mudar hijo de puta! – grité a todo pulmón.
Me sentía aterrorizado e impotente.

1 comentario:

Unknown dijo...

hola, carl, te hablo desde Colombia, soy sebastian, en este momento leo cuentos increíbles, un maravilloso libro de tu autoria, me gustaría saber donde encontrar información acerca de tu vida, datos biográficos para ser exacto, para realizar una tarea acerca de ti y tu libro, si me pudieras ayudar, te lo agradecería mucho.
saludos desde Colombia

sebasalvarez13@hotmail.com