miércoles, 18 de noviembre de 2015
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martes, 8 de noviembre de 2011
CUENTOS INCREÍBLES - SHORT STORIES INCREDIBLES OF CARL STANLEY - IN SPANISH
Carl Stanley
CUENTOS INCREÍBLES
_________________________________________________________________________
MARZO 2004
Protegidos los derechos del
autor.
Dirección Nacional del
Derecho de Autor. República Argentina.
CUENTOS
INCREÍBLES
CARL STANLEY
Estas historias son una obra de ficción. Los nombres, personajes, como así también los hechos e incidentes, son ficticios y producto de la imaginación del autor; cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, hechos o sucesos ocurridos o por ocurrir, es pura coincidencia.
El autor
EL AGUJERO
La
historia que voy a contarles me produce un poco de vergüenza, con mis cuarenta
y tantos años y siendo ya un hombre hecho y derecho.
Era yo un mozalbete de dieciocho, conviviendo con
mi abuela materna en una antigua y vetusta casa interna ubicada en los
suburbios de la ciudad. Propiedad que excedía con holgura el siglo desde su
construcción, y en la cual, el inclemente efecto del transcurso del tiempo había
cumplido bien su cometido.
Las dependencias de ésta reliquia del pasado,
mostraba amplias habitaciones de elevados techos y pisos en machihembre, con
sus largas y espinosas tablas de pino tea. Un gran patio de mosaicos calcáreos
de sencillos dibujos y una larga galería descubierta hacia donde asomaban sus
esbeltas y añosas puertas de madera,
repintadas mil veces, en vanos y pretenciosos intentos por alcanzar
apariencia nueva.
Lindero a un baño único, externo, aislado del resto
de las dependencias e incómodo su uso por razones obvias durante los crudos
días de invierno; mi dormitorio. Más pequeño que los dos restantes y con un
simple humilde mobiliario.
Junto a la cama, una mesa de noche, de madera
oscura con labrados en su puertita y en su cajón; un pequeño ropero de la misma
hechura para alojar mi no muy abultada posesión de ropas, y un par de sillas.
Bajo la ventana con celosías hacia el patio, un escritorio de la misma hechura,
contenía el resto de mis escasas pertenencias.
Eso era todo.
Por aquellos tiempos, era yo muy joven para
interesarme en temas serios, y solamente lo que vana diversión involucrase,
atraía mi atención como el imán al hierro.
Uno y otro trabajito temporal proveían del dinero
suficiente para mis salidas, que debo sincerarme y decir, no era abundante.
Habiendo tomado plena conciencia de la irrefutable
realidad sobre el deterioro de aquella vieja casona, nada motivaba mi voluntad
para emprender en reparaciones que consideraba inútiles. Sólo alguna ineludible
sugerencia de parte de mi abuela me sacaba de mi actitud pasiva e indiferente,
para luego realizar alguna precaria reparación.
Contemplaba el desvencijado inmueble, como quien
contempla un enfermo terminal, sin temor a predecir un fatal e inequívoco
desenlace. Adivinaba su inevitable destino.
En cuanto mi querida abuela dejase de rentarlo,
sería la demolición.
Un buen día, de forma repentina, descubrí dentro de
mi dormitorio y junto a la pared, muy cercano a la puerta y sobre el oscuro
piso machihembrado de madera, un pequeño agujero de bordes irregulares y
escasos tres o cuatro centímetros de diámetro.
Supuse de inmediato sin temor a equivocarme, era
producto de la corrosión del noble pino.
Como requería el caso, lo obturé valiéndome de un
pequeño e inservible trapo, para luego ocultar aquella rotura, colocando por
encima, la silla que cumplía funciones de perchero temporal de algunas prendas
de vestir. Satisfecho por tan sencilla solución a lo que en aquel momento me
pareció un insignificante problema, olvidé el suceso, por no considerarlo digno
del menor de mis desvelos.
Poco tiempo más tarde, lo confieso, pues con
sinceridad me sería dificultoso recordar cuanto transcurrió hasta aquel día;
con asombro, advertí que el improvisado tapón había desaparecido, dejando en su
lugar, un agujero de mayores dimensiones que el anterior, y que suponía en
forma definitiva sellado.
De inmediato me percaté que de ligeras soluciones
no se trataba el problema, y para el día siguiente, una placa de madera bien
clavada cubría el agujero.
Creí en tal punto haber terminado en forma
definitiva con aquel problema, pero para mi pesar no fue así.
Luego de una larga e insomne noche, en pleno apogeo
del caluroso verano, horrorizado, observé por la mañana del día siguiente, que
el remiendo de madera había desaparecido en forma misteriosa, dejando en su
lugar otra vez, aquel ojo negro de bordes corroídos y desparejos.
Unos pocos y doblados clavos, junto con algún
minúsculo trozo del parche, era todo lo que quedaba del remiendo.
Sobresaltado ante tan insólito e inexplicable
hecho, decidí terminar con el asunto de forma definitiva.
Por si algún lector lo desconoce, aquellos antiguos
pisos de madera machihembrada, solían ser clavados sobre tirantes extendidos de
pared a pared. Suspendidos por encima del suelo de tierra apisonada, dejando un
vacío de entre treinta a cincuenta centímetros. Tal como la describo, era una
técnica usada antaño.
Está demás mencionarlo, pues como suponen; aquel
sitio por debajo, se convertía de forma inexorable en un hábitat ideal, oscuro
y tranquilo, para la proliferación de toda clase de insectos y roedores.
La sola idea de ser asaltado en medio de la noche
por algún arácnido de grandes dimensiones, a decir verdad me aterraba, pues
siempre sentí un temor exagerado e irracional hacia tales insectos, y debo
confesar que aún lo siento. Sin embargo, no profeso el mismo sentimiento hacia
los roedores, que si me permiten decirlo y aunque suene deleznable, inspiran mi simpatía.
Volviendo a la solución del persistente problema,
decidí asegurar el piso por debajo, calzando un buen taco de madera apoyado
sobre la tierra, para luego clavar sobre seguro, un buen parche desde arriba.
Conseguir el tocón sería fácil, y luego, mediante
regla o metro, debía tomar la medida de su largo de antemano. Mas no
disponiendo en aquel momento ni de lo uno ni de lo otro; utilicé una vara de madera y un lápiz para trazar la
marca.
Pero tamaña fue mi sorpresa, cuando introduje la
vara de madera, y esperando tocar la tierra, no lo hice.
Asombrado por aquel hecho, preguntándome porque
razón el piso de tierra se encontraba tan distante, tomé prestada la
escoba de la casa, cuyo palo, más largo
que mi improvisara vara de medición, serviría de igual manera.
En efecto y como sospeché, introduciendo el palo de
la escoba, éste chocó contra el piso de tierra por debajo.
Hasta aquel momento, la tarea estaba completa y
debí dedicarme a colocar el tocón y el parche, nada más. Por eso, maldigo mi
personalidad inquieta que me llevó a mover el palo de escoba en dirección hacia
la pared y junto a la cual se encontraba el persistente boquete.
¡Ay de mí por ser dueño de tan indómita curiosidad!
Con asombro, descubrí que sin hallar nada en su
camino, en toda su extensión penetraba.
De inmediato abandoné aquel inútil sondeo, procurándome
presuroso una linterna tomada de uno de los cajones de mi viejo escritorio,
para luego, de rodillas y agachado, iluminar hacia el interior del misterioso
agujero.
El haz de luz se proyectó seguro... pero iluminó la
nada.
Apagué el artefacto y me puse de pié desconcertado.
No podía dar crédito a lo visto y sucedido.
De inmediato, en un intento por ordenar mis
pensamientos, planteé una pausa a mi confundida mente.
¿De cual raro y misterioso fenómeno era yo testigo?
Con certeza de ninguno que una cabeza serena,
mediante la lógica, técnica o ciencia, no pudiese explicar satisfactoriamente.
Entonces, en aquel
preciso momento, se me ocurrió una razón valedera para la existencia de
semejante hoyo.
El piso inferior de tierra, debajo del de madera y
pared de por medio lindero con el baño, había sido horadado durante largo
tiempo por alguna dañina pérdida de agua, causada a su vez ésta, por una añosa
y deteriorada cañería.
Siendo tarde ya, resolví dejar para el día
siguiente todo lo que a reparaciones concerniese.
Decidido a retomar la tarea interrumpida, eché manos a la obra temprano en la mañana. Si se
trataba de una fuga de agua, debía escarbar hasta descubrirla, pues ésta vez y
en forma definitiva, estaba dispuesto a acabar con el persistente y estúpido
problema.
Planeé aserrar la noble madera, para luego poder
introducirme de cuerpo completo, hurgar en el hoyo con más comodidad y hasta
dar con aquel dichoso caño en mal estado.
Así, dos horas más tarde, sierra de por medio, un
cuadrado de metro por metro levanté del maltratado piso.
Pero lo que mis ojos descubrieron entonces, hizo
que los pelillos de mi nuca se erizaran de repente.
Una tremenda y amenazante cavidad circular horadada
en la tierra virgen, se presentó ante mis incrédulos y desorbitados ojos. Su
diámetro de casi un metro, iba un poco más allá del cimiento de la pared, el
cual, ahora yacía desmoronado en aquel sitio.
De inmediato, eché mano a la linterna, pero fue
sólo para descubrir con horror un
verdadero túnel.
Retrocedí dando un brinco, asustado por tan
insólito descubrimiento. Nunca fui temeroso, pero créanme que el hallazgo hubiese metido miedo al más pintado.
Con premura, no dudé en colocar a modo de tapa, el
cuadrado de machihembre cortado, asegurando a éste lo mejor posible y luego
echar la silla por encima.
Haría el resto el día siguiente, si es que en
realidad descubría cual era la solución para tapar aquel siniestro hoyo, ahora
de proporciones alarmantes.
Sin embargo, esa misma noche y en medio de un
inquieto sueño, me despertó un extraño
sonido.
Alerta, me incorporé sobre la cama intentando
descifrar el motivo de mi desvelo.
Ni un minuto había transcurrido, cuando percibí
proveniente de aquel agujero, un rascar la madera por debajo.
¡Ay de mí!
Aterrorizado, intenté alcanzar la perilla del
velador que sobre la mesa de noche se encontraba. Pero mis ojos casi saltan de
sus órbitas y mi corazón se detuvo, cuando esperaba que la luz salvadora se
encendiera, y nada ocurrió.
Entonces, como un demente, salté de mi cama para
lanzarme hacia afuera en alocada carrera. Y un instante después, semidesnudo,
de pié en medio del patio y con la mente perturbada, me hallaba yo presa del
pánico y de una agitación descontrolada.
Decidido a no retornar a aquel dormitorio por nada
del mundo, al menos durante el tiempo que durase la oscuridad, acurrucado en un
sofá y dormitando de a ratos, pasé el resto de aquella terrible noche. Por
supuesto, no conté a persona alguna sobre lo ocurrido, pues con seguridad me
tomarían por un loco, o por ser dueño de una imaginación fantasiosa en exceso.
A la mañana día siguiente, acompañé a mi abuela
hasta la terminal de autobuses, pues dispuesta a visitar a una de sus queridas
hermanas en Buenos Aires, pasaría fuera varios días.
Por supuesto evité mencionar lo sucedido, pues no
deseaba preocuparla por nada del mundo.
Quedarme solo, si bien debo admitir que bastante
temor me causaba; brindaría completa libertad a cualquier acción que quisiera
emprender con respecto al insólito problema.
El recuerdo de lo sucedido la noche anterior me
atormentaba cada cinco minutos, y mi mente analítica e inquisitiva, intentaba
encontrar una explicación racional a los inusuales hechos acontecidos.
Por fin, luego de cavilar largo rato, arribé a la
lógica conclusión que de alguna rata de considerable tamaño se trataba.
Protagonista aquella, del ruidoso rascar la madera durante la noche anterior.
Esta simple explicación, trajo consigo algo de
sosiego, digo “algo”, pues la presencia
de semejante túnel aún seguía siendo inquietante. Mis más ocultos temores se
hicieron presentes, trayendo consigo, un sinnúmero de fantasías aterradoras que
mi mente comenzó a elaborar.
No con poco trabajo desplacé mi modesto roperito,
hasta situarlo encima de la madera que había cortado y ahora se hallaba tapando
la boca de aquel insondable túnel que había tenido la desgracia de descubrir.
Supuse entonces, que la siguiente noche podría
dormir tranquilo y sin temor a que algo
extraño emergiera para asaltarme en medio de mi sueño.
Sin embargo, justo a la una de la madrugada,
desperté nervioso en medio de un inquieto sueño.
Primero no supe la causa, pero luego, y poniendo
mucha atención, mis oídos percibieron un susurro casi imperceptible.
Sólo un cuchicheo, apenas audible
La sangre se me heló en las venas y los pelillos de
todo mi cuerpo se erizaron de punta a punta.
No sé de donde saqué el coraje en aquel infausto
momento, mas lo que sí me consta, es que grité a todo pulmón maldiciendo
amenazante, al autor de tan aterrador sonido.
De inmediato, como respuesta a semejante improperio
de mi parte, tremendos y sonoros rasguños se escucharon bajo el piso
provenientes de aquel sitio.
Como si de las furiosas zarpas de un león se
tratase.
Se desvaneció todo el coraje reunido, y en un
arrebato de irracional pánico, lancé mi mano hacia la lámpara sobre la mesa de
noche, que sin llegar a encenderse, a causa de mi torpeza, fue a parar contra
el suelo estallando en mil pedazos.
En una fracción de segundo, como impulsado por un
potente resorte, salté de la cama, para luego recorrer los escasos tres metros
que me separaban de la llave de luz principal de la habitación.
Pero mayúscula fue mi desazón y sorpresa, cuando
esperando la claridad salvadora de la bombilla, ésta no encendió.
Como había ocurrido en la anterior ocasión; en
paños menores y temblando como una hoja, corrí hacia el patio con rapidez
inusitada.
Aquella, resultó otra noche más sin pegar un ojo.
Esta vez, con una gran cuchilla de cortar carne en
mi mano, destinada ésta a protegerme de
cualquier eventual ataque, pasé el resto de lo que quedaba de ella recostado
sobre el viejo sofá.
¿Que había ocurrido?
A ciencia cierta no lo sabía.
Pero tenía la certeza de que algo terrorífico yacía
debajo de aquel piso. Ahora no cabía la menor duda.
Por la mañana, cuando seguro que la claridad del
día había espantado a todos los monstruos, comprobé que la bombilla del
dormitorio encendía y apagaba sin problemas.
Una y otra vez, accioné el interruptor esperando
una falla sin que ésta ocurriese.
No encontré una lógica explicación.
Pero un buen tiempo me tomó reparar el velador. La
caída, producto de mi desesperado manotazo, había acabado con la lámpara, parte
de su estructura y además dañado el cable.
Poco más tarde, decidido a todo, eché mano a la
escopeta del doce de mi difunto abuelo dejándola en condiciones mediante
concienzuda limpieza. La vieja y poderosa cazadora, dormía sobre el ropero
hacía ya muchos años.
Aserré con prolijidad ambos cañones, para que su
menor longitud la hiciese doblemente maniobrable y efectiva, luego, compré
cartuchos de munición gruesa.
Desde muy temprana edad, de la mano de mi padre,
había practicado la cacería, por lo que usarla sabía muy bien. También, sabía,
que ella mataría, de eso estaba seguro, todo lo que se arrastre, camine o vuele.
Poco más tarde, invertí el escaso dinero con que
contaba, para proveerme de una larga cuerda y un farol a gas de kerosene.
Estaba más que dispuesto a terminar con
aquella pesadilla de una vez por todas. No poseo tantas virtudes como
cantidad de defectos, pero una de ellas, es el valor para enfrentar problemas.
Por la tarde, listo para encarar la intrépida
empresa, empujé mi ropero, y corriendo las tablas cortadas, descubrí la boca
del tétrico agujero.
Un sudor frío corrió por mi frente al contemplar su
negra y ominosa boca. Pero lejos de acobardarme, arrastrándome de menera lenta
y sigilosa, procedí a introducirme en su
interior.
El túnel de húmeda tierra gris descendía en
pronunciado ángulo, bastante amplio, pero no lo suficiente como para avanzar agachado.
Entonces, como un soldado, cuerpo a tierra continué adelante.
El extremo de la cuerda, que poco a poco iba
soltando, lo había atado firme a una de las patas de mi cama a modo de guía
para el retorno, pues ignoraba con cual cosa me toparía.
Luego de unos minutos de mugriento y dificultoso
avance, el túnel se ensanchó, permitiéndome continuar mi azarosa marcha esta
vez de pié, sólo un poco encorvado.
Mi asombro fue tremendo, cuando treinta metros más
adelante, de improviso me topé con una amplia caverna.
Parte de tierra, parte de piedra, con una altura
aproximada de unos cinco metros hasta su irregular techo, y de forma más o
menos circular. No pude evitar sentir un fuerte escalofrío al recorrer con mi
vista todo aquel sitio.
Además, un acre e insoportable hedor hizo arrugar
mi nariz.
La luz del farol sostenido en alto, mostraba las
bocas de cuatro nuevos túneles que partían en distintas direcciones.
Evité pensar sobre la razón de la existencia de
aquel fenómeno, pues consideré que no era momento de distraer mi raciocinio
intentando explicar lo inexplicable. Sí calculé, encontrarme a bastante
profundidad por debajo de la superficie, pues el camino había sido casi en todo
momento descendente.
Al azar, escogí una dirección para continuar con mi
marcha, avanzando un minuto más tarde, por aquella ramificación de unos dos
metros de altura pero escaso metro de ancho.
Pero poco después, al percibír un sonido agudo
similar a un aullido, mi andar se detuvo y también mi aliento.
Preparé entonces la escopeta, con manos temblorosas
montando sus dos martillos.
Y alerta, aguzé el oído de nuevo.
Pero todo fue silencio.
Me quedaba poca cuerda de salvamento cuando llegué
a otra caverna. Esta vez, algo más pequeña que la anterior, y desde la cual,
partía la boca de un nuevo túnel horadado en húmeda y oscura tierra.
Desde él amigos míos, provino otra vez el
terrorífico aullido, pero bien nítido y estridente. El pánico me invadió, y
casi echo a correr abandonando urgente aquel sitio.
Justo en ese momento y para llevar mis nervios
hasta el límite, la luz del farol, en forma rápida comenzó a decaer.
La idea de quedarme por completo a oscuras me
enloqueció.
Supe que, deprisa debía darle bomba al farolillo, pero
en aquellas circunstancias se convertía en una maniobra harto complicada, por
sostener con la otra mano la escopeta, y que de ningún modo, soltaría por un instante.
Entonces, como pude, acomodé el arma bajo el brazo,
y con tremenda lentitud el bombín comencé a accionar.
Pero cuando estaba en plena tarea, al levantar la
vista lo vi.
Un temblequeo me invadió de pronto y mis piernas se
aflojaron. Mi corazón comenzó a latir de forma tan rápida y descontrolada que
retumbaba en mis sienes como tambor.
El medía más de dos metros de altura. Con robustos
muslos en la parte superior de sus delgadas patas y su pecho era afilado,
huesudo y prominente. Sus brazos resultaban delgados, pero con largas y aguzadas
garras en sus extremos. Sobre su espalda, un par de alas semi desplegadas como las
de un murciélago.
Tenía sus rojos ojos muy fijos sobre mí.
Terrorífica y abominable criatura, tal vez parida
en las entrañas del mismísimo averno.
Su rostro, si es que puede llamarse así, con un
hocico entreabierto me mostraba furioso largos y amenazantes colmillos, quizás
por el simple hecho de osar invadir sus dominios.
¡¿De donde había salido un engendro semejante?!
La impresión fue tal, que casi caigo desmayado en
ese mismo instante.
Sin embargo, lejos de salir huyendo, enfilé sin
dudar mi escopeta y tironeé ambos gatillos en un solo veloz e instintivo movimiento.
Los ensordecedores estampidos de ambos cartuchos
fueron uno solo, y una poderosa llamarada de fuego y chispas iluminó la cueva
durante un segundo.
Pero el farol de deslizó de mi otra mano para caer
al suelo.
Luego no vi más nada.
Siguiendo la soga tendida que marcaba el camino,
emprendí de inmediato mi retirada.
¡Que indomable es el miedo!
Por más que pretendí, no logré salir veloz como en
ese momento hubiese querido. Un temblequeo incontrolable me dominaba y por más que
me esforzaba no lograba apaciguarlo.
Luego de unos interminables y angustiosos minutos,
tropezando con torpeza y guiado por la débil luz de mi pequeña linterna, emergí
de aquel monstruoso agujero.
Si di muerte a aquella infernal criatura, hasta el
día de hoy no lo sé. Pero lo que sí puedo afirmar, es que con la vieja
escopeta, a esa distancia tan corta, acertarle le acerté.
En los días subsiguientes, antes que regresara mi
abuela; a rellenar aquel hoyo dediqué todo mi esfuerzo.
No se cuantas carretillas cargadas de tierra con gran trabajo acarreé; rellenando para siempre
aquel maldito pozo.
A veces, cuando en mis pensamientos más inquietos
recuerdo tan abominable criatura; por un momento siento pena, pues sólo Dios
debió disponer de su suerte.
Poco tiempo después, nos mudamos de aquella casa.
No desdeñen mi relato o tilden de fantasioso, es la
pura verdad lo que en éstas líneas yo he narrado.
FIN
LA GEMA AMARILLA
Contaba
yo con treinta y tres años por aquel entonces, mi esposa, María, y Marcos un
pequeñín de tres, cuando el cartero arribó con una misteriosa carta.
La misiva provenía de una provincia del norte, de
un estudio legal y contable de un tal Dr. Frank Norris.
Aquella fría mañana de un sábado de invierno,
dispuesto a leerla, me arrellané en mi sofá favorito junto al calor del hogar
de la modesta vivienda que rentábamos.
Su texto muy escueto decía: “Mr. Carl Higgins. De mi mayor consideración:
Tómese Usted la molestia de viajar lo
más pronto posible a Silver Tower City. Herencia disponible.”
Firmado al pié y aclaración de la rúbrica, Dr.
Frank Norris, abogado.
Di un respingo en mi sillón:
--¡María!....¡María....
somos ricos!....
Mi buena esposa acudió de inmediato, tal vez
pensando que había enloquecido de repente. Con ojos intrigados preguntó:
-- ¿Puede saberse que es lo que ocurre?
-- ¡Es que recibiremos una herencia! – exclamé emocionado al borde de las lágrimas.
Debo confesar en este punto, que en aquellos
aciagos tiempos nuestra situación económica distaba mucho de ser floreciente,
mucho menos estable. Mi humilde empleo como vendedor de calzado en la pequeña
ciudad donde vivíamos, sólo proveía un paupérrimo sueldo apenas suficiente para
proveernos a los tres de las necesidades más básicas. Mi muy querida esposa, en
más de una oportunidad, obligada se vio frente a aquellas apremiantes
circunstancias, a vender productos
comestibles de fabricación casera puerta a puerta en la calle.
Cada tanto, con seriedad, discutíamos sobre la
posibilidad de emigrar de aquel sitio que sin futuro nos tenía a ambos. Ahora,
frente a semejante noticia, era de esperarse la tremenda emoción que había
hecho presa de nuestros corazones.
Al día siguiente, decidido a no perder ni un
segundo, solicité permiso para ausentarme de mi empleo durante toda una semana.
Y provistos del escaso dinero que con mucho sacrificio mi esposa había
ahorrado, luego de breves preparativos, emprendimos el viaje en nuestro
desvencijado automóvil.
Aquel invierno fue muy crudo, con mucha nieve en
los caminos, de hecho, nos demandó
interminables catorce horas aquel viaje. Pero gracias a nuestra ocasional buena
fortuna, llegamos a destino casi sin contratiempos graves. Digo casi, pues
durante el transcurso del mismo, en dos ocasiones tuvimos que detenernos a
reparar los neumáticos del viejo y achacado automóvil; el cual, a decir verdad,
ya no se encontraba en condiciones de rodar el pavimento.
Silver Tower se trataba de una pequeña localidad
campestre, lo que favoreció nuestra búsqueda del tal Norris. Preguntando un par
de veces a ocasionales transeúntes, arribamos hasta la dirección indicada en el
sobre de la misteriosa carta, y que correspondía a su estudio legal y contable.
Poco después, el pequeño y anciano hombre nos
atendió amable, luego que su sesentona y coqueta secretaria le anunciara de
nuestro reciente arribo. Su rostro mostró de inmediato una amplia y franca
sonrisa, al anunciarme que había heredado una propiedad con todo lo que
contenía; situada ésta en los suburbios del pueblo por supuesto propiedad de mi
fallecida tía abuela Gertrudis.
Al mencionarlo aquel caballero, de inmediato acudió
a mi mente el recuerdo de tan agradable y bondadosa mujer. La última imagen de
ella guardaba en mi memoria, era la de una elegante mujer que rondaría los
cuarenta años, y cada tanto, llegaba a visitarnos. Además siempre, pero
siempre, me traía algún valioso obsequio.
Sentí un poco de vergüenza al recordar tales
hechos, pues pensé en mi actitud ingrata hacia ella, debiendo haberla visitado al
menos una vez durante sus últimos años. Pero, en fin, lo sucedido sucedió, y lo
hecho, hecho está. Tal es como decidí
justificarme ante lo que a ingratitudes refiere y me achacaba la conciencia.
Nuestra
imaginación, es decir, la de María y la mía; volaron de inmediato evocando la imagen
de alguna suntuosa y valiosísima
mansión, que luego mediante su venta, acabaría con nuestro
padecimiento económico.
Norris se ofreció de buen talante a guiarnos hasta
el sitio donde estaba la herencia, por lo que en mi automóvil trepamos de
inmediato, y al cabo de recorrer un corto trecho, llegamos a las afueras del
pequeño Silver Tower.
Minutos más, Norris me hizo detener frente a la
propiedad heredada.
¡Ay que desazón nos embargó!
La casa en cuestión, aunque no pequeña en dimensiones,
era muy antigua y su aspecto destartalado.
-- ¡En el pasado era muy linda!
Quiso componer un poco las cosas el abogado. Muy
probable al ver el cambio de expresión que
se produjo en nuestros rostros.
-- Sí, puede que tenga razón, pero ahora.... – le
respondí enseguida en tono de reproche.
El percibió enseguida nuestra intención subyacente,
pues de tonto no tenía un pelo. Agregó sin perder tiempo:
-- Si ustedes me lo permiten, puedo ver de alguien
con interés en comprarla.
-- Eso sí resultaría bueno. – acotó al instante
María desde el asiento trasero. Se hallaba sentada junto al pequeño y ahora
dormido Marcos.
-- Por lo pronto, descendamos para que conozcan su
interior. – dijo Norris, intentando abrir la puerta de mi vehículo para salirse
de él pero sin lograrlo.
Por más que tironeaba de la manijilla ésta no
cedía. Presto descendí, y rodeando el automóvil logré abrirla desde afuera.
-- Je,je, estos automóviles.... – dijo en forma obsecuente.
Enseguida imaginé a su otro yo diciendo en cambio:
--
¡Estos cachivaches viejos!
Llave mediante, nuestro anfitrión abrió la
rechinante y amplia puerta principal de la casa.
Cuando encendió la luz quedamos asombrados.
A pesar de su triste aspecto externo, una gran sala
central se mostraba muy cuidada. Una importante araña de hierro forjado colgaba
del alto techo de madera, la cual, con sus múltiples tulipas iluminaba muy bien la estancia. La gran mesa
con su respectivo juego de sillas de robusta y labrada madera ocupaban un
costado.
Todos los muebles eran antiguos, sólo cuando fuimos
retirando las telas que cubriéndolos servían de protección, observamos su fina
manufactura y excelente estado.
La planta baja de la casona, además de su gran sala
central, poseía una cocina, un cuarto de lectura pequeño y un comedor diario.
Escaleras arriba, un corredor de gastada alfombra con arabescos en color ocre y
negro, brindaba acceso a tres
dormitorios y un baño, sobre el final,
una escalerilla angosta conducía hacia el desván.
-- Ustedes miren bien todo, tómense su tiempo. Yo
debo retirarme. Mañana por la mañana pueden concurrir a mi oficina y hablaremos
sobre el precio de venta... ¿Está bien? – dijo Norris.
-- Está bien. – le respondí, luego de consultar con
la mirada a María.
Ya se retiraba cuando de improviso se detuvo, y
volteando hacia nosotros dijo:
-- Creo que querrán comer algo…. tal vez
dormir....esteee, yo no les aconsejo hacerlo aquí, es una casa grande y fría;
además de estar sucia, llena de polvo y telas de araña. Conseguirán alojamiento
en el Holliday, es el hotel situado en la entrada del pueblo, además podrán
comer en su restaurant.
Hizo una pausa como pensando agregar algo, pero
concluyó diciendo:
– Hasta mañana.
Luego de retirarse el hombrecillo, pregunté a
María:
-- ¿Y?... ¿Qué opinas?
Ella me abrazó:
-- Con la venta de esta propiedad, mucho o poco sea
lo que obtengamos, estaremos mejor que antes.
Sonreí y le di un beso sobre los labios. Tenía razón.
Hicimos una pausa para ir a cenar, y más tarde, al
regresar, continuamos revolviendo en todos los rincones de aquella vieja casa;
por supuesto en busca de objetos que pudiéramos rescatar antes de su venta.
Pero por desgracia para nosotros, no había en lo absoluto algo de gran valor, sólo
vajillas antiguas, adornos, cuadros, etc, etc, etc.
Entonces, decidimos que la entrega se efectuaría
con todo lo que aquella propiedad contenía. Resultaría menos problemático para
nosotros, pues considerábamos un incordio cargar con pertenencias hasta nuestro
hogar muy lejos de allí.
Más tarde, habiendo hurgado en todos los rincones,
aún no habíamos hallado la llave del robusto candado que cerraba la puertita
del desván. Sólo faltaba investigar su interior y todo sería asunto concluido.
Sin embargo, por más que nos esforzamos, no
logramos hallarla por ninguna parte, y por supuesto, no estaba incluida en el
llavero entregado por Norris.
Utilizando la punta de un pico hallado en el
reducido cuartucho de herramientas de la planta baja, el cual contenía además
alguno que otro cachivache; forcé el asa
del candado que cerraba la puertecilla del desván, empeñoso éste en ocultar su
contenido.
A tientas, busqué un interruptor de luz en aquel
oscuro recinto, y luego de encontrarlo, una bombilla suspendida solo por sus
cables sujetos al bajo techo, echó claridad al sitio.
Dos pequeños ventanucos ovales daban hacia el
frente, por los cuales probablemente, durante el día penetraba la luz del
exterior. Un segundo más tarde, descubrimos muebles y enseres viejos apilados desprolijamente
unos sobre otros en un rincón.
Por lo pronto, no había nada en aquel lugar que atrajese
nuestra atención.
Entonces, al consultar mi reloj, descubrí lo
avanzado de la hora y sugerí a María que debíamos ir al hotel a pasar la noche;
además, el pequeño Marcos ya se hallaba entre bostezo y bostezo.
Media hora más tarde, con el objeto de comprobar si
quedaba algo de valor que hubiésemos pasado por alto, decidí dejarlos en el
Holliday para luego retornar a casa de Gertrudis. Era mi intención realizar una
última y final revisión, pues por la mañana nos esperaba Norris en su oficina.
No convenía demorar nuestro retorno, pues con escaso dinero contábamos para
permanecer en aquella localidad por más
tiempo.
Me hallaba otra vez yo, revolviendo en el desván de
la casona heredada, cuando descubrí un viejo baúl entre aquel revoltijo.
Arrastré aquella antigüedad hacia el centro de la
habitación con bastante esfuerzo, para después de abrir su tapa mediante un
fuerte golpe que apliqué al pequeño candado que lo cerraba.
Un segundo más tarde me topé con una gran cantidad
de pequeños objetos y fotos viejas,
recuerdos y souvenirs que mi tía atesoraba y que sólo para ella tenían
algún valor.
Un buen rato permanecí contemplando toda una
colección de antiguas fotografías; muchas de ellas mostrando parientes
conocidos por mí, otras, de personas que yo nunca lograría identificar.
Por fin, cuando estaba dispuesto a terminar con
todo el asunto y retirarme para siempre de la casona, un misterioso atadito de
tela envejecida llamó mi atención.
El misterioso envoltorio, estaba prolijamente
rodeado con una cinta de color rojo, la cual en forma apretada remataba firme
aquel paquete. Al desatarla y desenvolver la tela, encontré una pequeña cajita
de simple cartón.
La sorpresa de aquel hallazgo, despabiló mi mente y
disipó el persistente sueño que empeñoso estaba en apoderarse de mí.
La sorpresa que me produjo su contenido, hizo que
mis ojos se agrandasen. Apareció ante mí, una hermosa y llamativa gema de color
amarillo ámbar, que tallada con múltiples facetas echaba reflejos de oro.
Tal hallazgo me arrancó una sonrisa, pues enseguida
pensé en su probable elevado valor.
Debajo de ella, lo descubrí al tomarla, un pequeño, añoso, y amarillento papel
escrito con negra tinta y prolija letra, decía:
“Si me sujetas firme en la palma de tu mano, con
sinceridad dentro de tu corazón, y dices
en voz alta que crees en mí; todo lo que tú des, multiplicado por mil recibirás.”
No supe que pensar al leer aquella frase y esbocé
una sonrisa. Releí un par de veces sin saber muy bien a que se refería, tal vez
por lo avanzado de la hora y producto de mi cansancio.
La cosa es que, sin dudarlo ni siquiera por un
instante; tomé la gema apretándola en mi mano derecha y dije en voz alta:
-- Creo en ti.
Con sinceridad, debo confesar que sentí un poco de
vergüenza al hacerlo, pues pensé en lo ridículo de aquella acción. Me sentí tan
estúpido que eché a reír. Luego, devolví la gema a su cajita de cartón, y con
ella en el bolsillo de mi abrigo, partí echando llave para abandonar aquella
casa para siempre.
Al día siguiente, acordamos con Mr. Norris un
acomodado precio de venta para la casona, muebles y todo, y emprendimos el
regreso.
Durante el largo viaje, no comenté a María en
ningún momento sobre mi extraño
hallazgo. Sin embargo, mientras por la carretera y conduciendo mi automóvil me
encontraba hacía más de una hora; recordé cierta pregunta que me había
formulado como al descuido el abogado:
-- Esteee....y
dígame Mr. Higgins...¿No encontró algo que resultase de su interés en la casona
de Gertrudis....y quiera usted conservar?
Lo miré fijo por un instante, luego respondí que
no, en lo absoluto. Noté entonces cierto reflejo de decepción en el rostro de
aquel hombre. El mismo debió advertir aquel cambio en su actitud, por lo que
enseguida intentó cambiar el tema de la conversación.
¿También buscaría la misteriosa gema?
Desconozco el por que, pero cruzó por mi mente la
idea de que aquel viejo zorro estaba detrás de algo.
Antes de retirarme, no sé tampoco la razón,
mencioné al descuido que también por mi cuenta buscaría un ocasional comprador
para la casona.
En estos pensamientos estaba, cuando más adelante,
al borde del camino; divisé una mujer haciendo señas junto un automóvil detenido sobre la nieve y el
cual aparentaba encontrarse averiado.
La apenada mujer en cuestión tendría alrededor de
unos setenta y tantos años.
Muy agradecida por haberme yo acercado en su ayuda,
según me explicó luego, llevaba largo rato aguardando por alguien, pero no
había tenido suerte y se estaba congelando. La simple pinchadura de un
neumático había sido la causa de su infortunado percance, pero anciana ella, no
tenía fuerzas suficientes para reemplazar la rueda desinflada por la de auxilio
que se encontraba dentro del baúl.
Presto le brindé mi ayuda, y luego de solucionarse
el problema, expresándome efusivo agradecimiento continuó su viaje.
Un par de días más tarde, las sospechas con
respecto a Mr. Norris se confirmaron. Habló por teléfono mostrando evidente
apuro, comunicándome que los cincuenta
mil dólares acordados, ya le habían sido ofrecidos por aquella propiedad.
Desconfié de inmediato de tan rápida transacción,
por lo cual, enseguida le manifesté mi cambio de parecer diciéndole haberlo
considerado bien, y que por ahora no
estaba dispuesto a deshacerme de aquella propiedad.
Algo que no pude entender masculló entre dientes,
luego, refunfuñó un poco y se despidió de manera breve.
Sólo dos días pasaron y Norris llamó de nuevo. Esta
vez, según manifestó ansioso, el presunto comprador había ofrecido la suma de
ochenta mil dólares.
Mi desconfianza aumentó en aquel punto,
respondiendo escueto y enseguida, que desdeñara la oferta. Deduje de inmediato
que los compradores, o aquel astuto anciano, buscaban algo que yo ignoraba.
La propiedad carecía de un valor tan elevado,
¿sería posible la causa de tanto interés, la misteriosa gema amarilla?
No
lo sabía.
Una semana transcurrió cuando se produjo un tercer
llamado. Esta vez, manifestó Mr. Norris, que si bien no era ni remotamente el
valor real de aquella vieja casona, y trató de convencerme de que aceptar sería
un pingüe negocio, la oferta había trepado a ciento cincuenta mil.
Alelado escuché pronunciar aquella cifra. Entonces,
me dije que tal vez él, era el verdadero interesado en adquirir la propiedad.
Recordaba muy bien, cuando aquel viejo zorro había preguntado si no había
hallado yo algo interesante en la vieja casa.
Luego de pensar un poco, afirmé que por menos de
doscientos mil no vendería.
Protestó durante un largo rato, alegando que dicha
suma de dinero era descabellada y no sé cuantas cosas más, pues a decir verdad
no le presté demasiada atención.
Para la semana siguiente, volvíamos a Silver Tower
a concretar el negocio.
Luego de obtener aquella jugosa suma de dinero,
adquirimos nuestra propia casa y un
automóvil más nuevo. No crean dejé de pensar en la realidad del poder de
aquella gema, pues a ciencia cierta lo hice. Y durante todo el tiempo que me
fue posible, repartí a diestra y siniestra, limosnas y grandes propinas.
Más tarde el dinero llovió a manos llenas.
Lo invertido en una modesta industria farmacéutica,
pasado un corto tiempo creció en forma vertiginosa y me brindó tremebundos
dividendos. Más tarde, con el gran capital amasado hasta ese momento, volví a
invertir en otros negocios, resultando en más y más dinero en mis manos.
Al cabo de cinco años, nos mudamos a una lujosa
mansión con jardines y tres finos autos importados dentro de la cochera.
Viajamos a muchos lugares que siempre habíamos deseado conocer. Nos habíamos
convertido en nuevos ricos.
Sin embargo, por desgracia, el tremendo y radical
cambio que se produjo en nuestras vidas terminó afectándome.
Ensoberbecido por el poder con que contaba,
obviamente éste otorgado por el dinero, me volví frío, especulador, retorcido y
arrogante.
La abundancia me llevó a una vida disipada,
desenfrenada, de fiestas, exceso de alcohol y hermosas mujeres.
Pero una infausta noche, cuando pasado de copas me
encontraba regresando solitario de una cena de negocios en la capital, pues en
una antojadiza decisión había decidido
prescindir del servicio de mis dos choferes, quiso la fatalidad que atropellara
y sin mala actitud de mi parte, pues fue a causa del alcohol; a una pobre
anciana que cruzaba la calle y no advertí.
Me detuve de inmediato, para luego descender de mi
lujoso automóvil obnubilado y a duras penas. Entonces comprobé su estado de
inconsciencia, junto con graves heridas producto del brutal golpe recibido.
Voló mi mente a cortes y demandantes. A un evidente
culpable en estado de ebriedad y a juicios que no deseaba.
-- ¿Y si tenía la mala fortuna que la anciana muriera?
¿Echaría por la borda mi flamante condición de rico? – pensé.
¡De ninguna manera lo permitiría!
¡No estaba dispuesto a sacrificar tanto dinero en
lo absoluto!
Eché un vistazo a los alrededores, y comprobando la
ausencia de ocasionales testigos del luctuoso accidente dado lo avanzado de la
hora, decidí huir del sitio lo más rápido posible, olvidándome de la anciana y
del trágico suceso.
Tan profundo había resultado el cambio producido en
mi persona en los últimos años, que con sinceridad debo admitir, ni una pizca
de culpa sentí por lo sucedido.
Olvidado creí aquel asunto, cuando un par de
semanas más tarde a través de un llamado telefónico, un hombre, quien por
supuesto no se identificó, me advirtió que de no entregarle medio millón de
dólares, estaba dispuesto a acudir a la policía como testigo del accidente del
cual yo había sido protagonista.
Evitando tomar decisiones apresuradas en un primer
momento, manifesté estar de acuerdo; pero así mismo le dije, que llamase al día
siguiente para ultimar bien los detalles de la entrega del dinero.
Debía darme tiempo para buscar una salida a
semejante extorsión.
En efecto, al siguiente día llamó para concertar
conmigo el sitio donde haría entrega de la abultada suma. Sin embargo, otra
jornada transcurrió, hasta que acordamos, luego de una breve puja por decidir
el sitio, hacerlo en la parada número
doce del subterráneo del Este.
Para él, resultaba perfecto un lugar lleno de
gente, evitando por supuesto que yo pergeñara algo malo en su contra.
A la hora y sitio señalados me presenté, y el
sujeto al verme, se acercó temeroso. Su rostro, aunque me resultó familiar, no
pude identificarlo como conocido.
Un minuto más tarde, nos encontrábamos al borde del
andén del subterráneo rodeados de gente apretujada, pues con toda premeditación
yo había sugerido la hora de mayor afluencia de personas en aquella estación.
Como así también mi cercanía al borde mismo de las vías por donde en pocos
segundos más arribaría el tren.
Entonces, cuando sentí la vibración producto de la
proximidad de aquel, y divisé sus brillantes luces acercarse por la negra boca
del túnel, estiré mi brazo ofreciendo el negro portafolios con una franca
sonrisa en mi rostro.
En ese preciso instante, cuando el maldito
extorsionador extendió su mano para tomarlo, tremendo empujón le apliqué, por
supuesto, luego de cerciorarme que la gente que nos rodeaba no reparaba en
nosotros por estar pendiente del arribo del transporte.
El pobre cayó indefenso sobre las vías.
Sin detenerme para observar el resultado del fatal
empellón, di con rapidez media vuelta y huí del lugar con disimulo.
Un ensordecedor griterío opacando el sonido del
tren se escuchó a mis espaldas.
Debo confesar que, en aquel instante, sentí el
compulsivo, irrefrenable y morboso deseo de presenciar como aquel deleznable extorsionador
era descuartizado por el tren.
Me alejé con una sonrisa a flor de labios. Por lo
bajo murmuré:
-- ¡Esto te
ocurrió por buscar problemas conmigo!
De manera definitiva, sin lugar a dudas, me había
convertido en una persona maligna y sin escrúpulos. Claro estaba, que por aquel
entonces no me daba cuenta en lo más mínimo del tremendo cambio sufrido.
Pero no concluyeron allí mis problemas.
De la noche a la mañana, por cuestiones de la
bolsa, cayeron por el suelo todas las acciones que en inversiones tenía, dando
por tierra con mis finanzas y con toda mi fortuna. Más pronto de lo que
imaginaba, me vi obligado a vender la mansión y los automóviles, junto con
todas mis otras propiedades. Acabaron para siempre los viajes de placer junto
con nuestra fortuna, y tuvimos que
mudamos poco tiempo más tarde a una casita sencilla.
De allí en adelante, las peleas con María
resultaron cosa de todos los días y llegamos al extremo de agredirnos
físicamente, cosa que antaño, resultaba
impensable.
Descender de aquel encumbrado estatus, había sido
terrible también para ella, pues al igual que yo, había cambiado su forma de
ser, convirtiéndola en una terrible y malhumorada mujer.
Una fatídica mañana luego de protagonizar una agria
discusión, me dirigí al garaje de la casa, obnubilado por completo por la ira,
y luego de poner en marcha mi automóvil, retrocedí con violencia.
Nunca, durante todo el resto de ésta miserable vida,
podré perdonarme aquello.
Sin advertirlo siquiera, arrollé a mi pequeño hijo
Marcos de ocho años.
Cuando me percaté de lo ocurrido, ya era demasiado
tarde.
La defensa trasera había golpeado de manera fatal
su cabeza.
Intenté quitarme la vida muchas veces, sin embargo,
no tuve el valor suficiente.
Mi esposa María dejó de dirigirme la palabra.
Permaneció encerrada en un total mutismo desde el desgraciado accidente, sólo
odio hacia mí reflejaban sus ojos.
La pobre era consumida poco a poco por un estado de
locura y silencio.
Un fatídico día, en circunstancias que me encontraba
haciendo cuentas papel y lápiz en mano, en un intento de administrar nuestro
escaso dinero; fue cuando de improviso y sin que nada me lo advirtiera; clavó
violencia inusitada sobre mi espalda una filosa cuchilla de cocina, para luego
lanzar un desgarrador aullido propio de un animal salvaje.
Giré de inmediato, ensangrentado, con un atroz
dolor por aquella herida, y con inusitada e irracional furia incrusté en su ojo
izquierdo el lápiz que sostenía en la mano.
Por fortuna o por desgracia, la afilada hoja de la
cuchilla no tocó ningún punto vital y logré sobrevivir.
Pero María, cayó muerta al instante sobre el piso
de la cocina.
Huí de allí enloquecido, abandonando lo poco que
poseía, para transformarme en un insano prófugo de la justicia.
Dos años después, me encontraba convertido en un
menesteroso, anónimo y mugriento que vagaba por las calles de una ciudad
lejana. Así, un trágico día intentando trepar a un convoy ferroviario, perdí
pié en el apuro por subir al tren en movimiento, caí bajo sus ruedas.
Estas, en forma inmisericorde me cercenaron ambas
piernas.
Pero mi sufrimiento no acabó allí. Mi vida ruin
salvaron por un milagro los médicos de emergencias.
Tiempo después, recuperado de aquel horrible
accidente, en mi destartalado sillón de ruedas que la caridad me brindó, me
desplacé hasta un cercano puente sobre el río, y a sus turbias aguas arrojé la
maldita gema amarilla.
Aquella terrorífica gema, fuente de todos mis
males. Y que como un idiota, por poder y por dinero, su culpa yo empeñoso ignoré.
Amigo mío, si por mera casualidad la encuentras,
olvida que la habéis visto; pues si no actúas haciendo el bien y por el resto
de tu vida, ella te devolverá con creces todo lo que tu des.
FIN
EL ARBOL DEL AHORCADO
Siempre tuve una
actitud incrédula y desdeñosa en lo que a mitos y leyendas se refiere,
estuviesen o no fundadas en hechos reales. Poseía un verdadero escepticismo con respecto a todo
lo que no pudiere explicarse mediante la lógica o la ciencia.
Muchas veces, en medio de entretenidas historias
fantásticas contadas en círculo de amigos, mis sarcásticos y burlones
comentarios sobre algún relato, sacaban de contexto a historia y a narrador,
haciéndole perder toda la magia y el encanto se supone tienen aquellas.
Tenía treinta años por aquel entonces, un flamante
título de ingeniero y próximo a contraer matrimonio con Roseane, cuando ambos
fuimos de visita a una hermosa granja campestre, siendo ésta, una valiosa
propiedad de los padres de mi prometida. Por supuesto, en aquella ocasión, nos
acompañaron mis progenitores, a lo que sería
una reunión de familia
previa a la boda y para ultimar los detalles del inminente y feliz evento.
Así, nos trasladamos los cuatro en mi flamante
automóvil; desde la gran ciudad hasta aquel punto situado en medio del campo,
cercano a una pequeña localidad llamada Riverside.
Despreocupados, felices, estábamos dispuestos a
pasar dos o tres de días en estrecho contacto con la naturaleza, en aquel
apacible lugar apartado del mundano bullicio.
Al siguiente día de haber arribado, muy temprano
por la mañana y antes que los demás abandonaran el lecho, decidí salir a dar un
breve paseo por aquel verde y paradisíaco entorno.
Escogí un viejo, estrecho y casi abandonado camino
de tierra para emprender mi marcha. Sin prisa alguna, mientras el fresco y puro
aire del campo llenaba mis pulmones.
Media hora
más tarde, me detuve para descansar a la vera del camino, y para ello, decidí
tomar asiento bajo un raro y enorme árbol seco.
Fue entonces, cuando un rubio mozalbete montado un
corcel de dos colores se acercó de repente.
-- Buenos días mister.... – dijo con una amplia
sonrisa, quitándose el sombrero en franco gesto de cortesía.
-- Muy buenos días joven. – contesté retribuyendo
el saludo.
Mas de pronto, aquel joven se puso serio.
-- Yo que usted, mister, no me sentaría bajo ese
árbol...
Reí con ganas interrumpiendo y presto le respondí:
-- No veo por que no debo, no es propiedad privada.
Tampoco de hormigueros debe tratarse el asunto, pues de ello me he cerciorado
antes. Y para serte sincero, lo demás poco me importa, no me interesa si detrás
de esa advertencia hay alguna historia de fantasmas.
El joven se encogió de hombros.
-- Allá usted, si eso desea…. – terminó diciendo, y
meneando la cabeza, con su caballo se alejó a paso lento.
Enseguida presentí que la advertencia se
relacionaba con alguna patraña campestre, y olvidando de inmediato tan absurda
sugerencia, al rato estaba yo dormido profundamente.
En algún momento más tarde me desperté, estiré mis
brazos y mis piernas en toda su longitud, y aspiré profundo aquel aire del
campo.
-- ¡Ahhh!... el aire puro. – exclamé muy
complacido.
De pronto, observé pasmado, que el paisaje antes
frente a mí había desaparecido. En lugar de tupidas arboledas, se extendía una
planicie verde, y en ella, se divisaba una casita cercana con un corral a su
lado conteniendo diversos animales de granja.
Miré en derredor más asustado aún, para descubrir
que, en realidad el entorno había cambiado por completo. Tanto era así, que
hasta el árbol bajo el cual yo me hallaba sentado, lucía mucho más pequeño,
pleno de verdes hojas y largas ramas.
Restregué mis ojos con fuerza, pues no daba crédito
ni aceptaba lo que ellos percibían, como
si una simple ilusión óptica se estuviese burlando de mí. Pero comprobé
enseguida la inutilidad de hacerlo, seguía viendo aún el mismo paisaje.
De repente, al observar que también mi ropa había
cambiado, pegué un brinco quedando sobre mis pies parado.
Mi jean había desaparecido, ocupando su lugar un
corto pantaloncito color marrón claro, ajustado , el cual llegaba hasta un poco
más abajo de mis rodillas y ceñido en sus extremos.
Una camisa color blanca, de mangas largas, con
volados en los puños, y sobre ella, un chaleco color té completaba mi atuendo.
Alelado no salía de mi asombro, cuando y para completar aquella vestimenta que
parecía de carnaval, comprobé calzadas un par de botas de caña mediana.
¡Ay de mí!
¿De
que absurda broma estaba siendo víctima?
¿Que
disparate era éste?
Por un momento pensé que me encontraba en medio de
un sueño y el tremendo pellizco que me apliqué hizo que chillase por el dolor.
Pero
no, no estaba soñando.
Por fin, me largué a reír. Supuse que todo se
trataba de alguna especie de broma de
parte de mi prometida Roseane, en complicidad con mis padres y mis futuros
suegros. Supuse con toda seguridad, que me habían colocado aquella indumentaria
ridícula del siglo dieciocho, para luego llevarme hasta aquel lugar, bien
diferente al sitio al cual yo había quedado dormido.
Sin embargo, algo no encajaba en mi mente.
¿Cómo habían logrado cambiar mi vestimenta sin que
yo despertara?
¿De que manera sutil me trasladaron sin que yo ni
un ojo abriera?
Lo único que cabía dentro de mi estricta lógica,
era que me hubiesen suministrado algún somnífero. Pero aquello también
resultaba imposible, pues en el momento de partir de la casa, se hallaban todos
durmiendo.
Volví a sentarme bajo aquel árbol, con la cabeza
tan confusa que mis ojos escudriñaban hacia todos lados sin entender en lo
absoluto. Todo lo que había visto al despertar permanecía en su sitio y sin
cambiar en lo absoluto. Percibí incluso el mugido de una vaca blanca con
manchas negras y el cloquear de las gallinas que provenían del corral junto a
la cabaña.
En un momento dado, una rubia muchacha emergió
desde el interior de la vivienda con un gran canasto cargado de ropa en sus
brazos, y más tarde, comenzó a tenderla al sol de la mañana en una fina cuerda
atada entre dos largas estacas. De inmediato me puse de pié para luego
dirigirme hacia allí, pues pensé, que cabía la posibilidad que ella me aclarase
las ideas sobre aquel sitio en donde me encontraba.
Aún sin saber todavía muy bien que cosa iba a
preguntarle, y cuando casi llegaba junto
a ella; la joven, advirtió mi presencia.
El corazón me dio un vuelco, cuando con una amplia
sonrisa se abalanzó sobre mí para estrecharme en un fuerte abrazo.
-- ¡Oh, Jack mi amor! ¿Dónde estabas?...ven, dentro
está listo el desayuno.
Estupefacto, paralizado, quedé mirando sus hermosos
ojos azules. Se trataba de una hermosa joven de finos rasgos, la cual vestía
una larga falda celeste casi llegando hasta el suelo; ajustada en su cintura
pero muy amplia en la parte baja, junto con una blusa rosa de largas mangas,
que con adornos y bordados cubría su bello cuerpo.
Casi me arrastró tomado de la mano al interior de
aquella cabaña; para luego hacerme tomar asiento junto a una rústica mesa de
madera de pino claro. No supe que decir en aquel momento, ni que actitud tomar
respecto a la situación harto extraña que estaba viviendo. Mi mente, ahora en
blanco por completo, se encontraba
atorada por los inexplicables sucesos ocurridos tan de repente.
La
muchacha hablaba y hablaba, pero yo me hallaba tan, pero tan confundido, que no
prestaba la más mínima atención a lo que decía, y su voz, sonaba para mis oídos
como un murmullo de fondo.
Por fin, plantó ante mí y sobre la mesa, un gran
tazón con té y leche, junto con media
hogaza de pan de maíz.
Entonces, la miré fijo por un instante y ella tal
vez percibió la angustia que mis ojos expresaban, por lo que preguntó enseguida
tornándose serio su rostro:
-- ¿Qué te ocurre Jack?... luces extraño esta
mañana.
Entonces, me animé a decir:
-- Mi nombre no...no es Jack, mi nombre es Richard,
Richard J. Stevens....y no sé donde me encuentro, ni que hago aquí....ni quien
eres tú.
Luego tomé el tazón y bebí un sorbo de aquel té con
leche.
Se puso mucho más seria y frunció el ceño.
Permaneció así durante casi un minuto, pero luego
sonriendo dijo:
--
¡Vamos Jack, déjate de hacer bromas!
-- Mira...te estoy hablando en serio. Mi nombre es
Richard Javier Stevens y...y...¡¡¡No se que como diablos llegué aquí, pero te
advierto que si esto es una mala broma de Roseane, ya ha ido demasiado
lejos!!!
Sorbí
un poco más de aquel tazón.
Ella
me observó extrañada y luego de pensar un poco dijo:
-- Jack, ¿te has dado tal vez algún golpe en la
cabeza?
-- No, no me he golpeado, ni tropezado, ni
caído....ni cosa por el estilo...¿Cuál dices que es mi nombre?
-- Jack, Jack Wilson, ¿acaso no sabes tu propio
nombre?
-- ¡Aja! ¡Con que Jack Wilson eh! ¡¿Y quien
demonios se supone que es Jack Wilson?! ¡¿Tu esposo?!
-- ¡Por supuesto que eres mi esposo! – respondió
vehemente, y dio media vuelta para desaparecer por una puerta interior de la
cabaña.
No
tardó un minuto en regresar con un chiquillo de dos años cargado en sus brazos,
el cual trataba de despabilarse restregando sus ojos, pues a todas vistas se encontraba durmiendo hasta
hacía un instante.
-- ¡ Y éste es nuestro hijo, Robert ! ¡¿O me dirás
ahora que tampoco sabes quien es él?!
Advertí que la hermosa muchacha se había puesto muy
nerviosa, y pronto comprendí que de ninguna broma se trataba. La joven tenía
llorosos sus hermosos ojos azules, pues vaya a saber que cosas también pasarían
por su mente.
Intentando calmarla dije:
-- Lleva al niño a su cama para que descanse un
poco más...es temprano todavía.
Luego de hacerme caso, regresó para sentarse frente
a mí.
--
¿Es que ya no me amas y quieres marcharte? – preguntó, mientras por sus
mejillas rodaban inconsolables lágrimas.
Tomó
mis manos entre las suyas.
Su
rostro era hermoso y dulce.
-- ¿Me escucharás si te cuento? – dije enseguida.
Mi voz sonaba insegura, pero conté lo que me había
ocurrido, además de quien era yo, o tal vez en ese momento.... quien creía ser.
Cuando terminé mi extenso relato, estaba tan
confundida como yo, y no sólo eso, pensó que había perdido la razón al golpear
mi cabeza en alguna parte. Por lo que enseguida se puso de pié y colocándose a
mi lado, comenzó a revisar mi cuero cabelludo.
Yo permití que lo hiciera, pues no había nada malo
en ello, y además serviría para aclarar un tanto las cosas.
Luego volvió a sentarse frente a mí y preguntó:
--
¿Re..recuerdas mi nombre?
-- No. No sé como te llamas. – respondí con
sinceridad.
-- Mi nombre es Mary y tengo veintitres años.
Nuestro hijo se llama Robert y tiene dos...y...y...
No pudo continuar y rompió en desconsolado llanto.
Entonces, cogí una de sus manos entre las mías y dije:
-- Mary, por favor,
no quiero que te preocupes, ya veremos como resolvemos esto....
Pero sólo fueron palabras vanas, meras palabras
para infundirle cierta calma, pues no tenía ni la más remota idea sobre lo que
había ocurrido conmigo, o por que me encontraba en aquel extraño sitio.
Sin embargo, con amargura comprendí que sí de algo
estaba bien seguro, todo era real.
Un poco más tarde, pasé a preguntarle que se
suponía que debía yo hacer, y ella, echándome una mirada triste, me dijo en voz
muy baja:
-- Debemos recoger el maíz.
Así, todo el resto de aquel día lo pasé trabajando
en el pequeño cultivo sobre una parcela detrás de la cabaña; haciendo sólo una
pausa para almorzar en silencio junto a la joven y el pequeño Robert.
Cuando bajó el sol, luego de una agotadora jornada
de trabajo rural, me eché rendido sobre la que se suponía era nuestra cama de
matrimonio.
Hasta ese momento, la única explicación racional y
científica que pude hallar para lo que me estaba sucediendo, era que, de manera
inexplicable, yo había traspasado algún portal en el espacio tiempo para luego
aterrizar en aquel sitio y en aquella remota época, y que según me había dicho
Mary, se trataba del año mil setecientos sesenta.
Pero no lograba comprender, el porqué yo me había
transformado en Jack Wilson, si aún conservaba el aspecto normal y corriente de
quien yo era, Richard J. Stevens.
Esa noche me eché sobre la cama y rendido me dormí
al instante, con una sola idea abarcadora en mi mente, que al día siguiente
despertaría en mi mundo, del cual yo formaba parte, y además que todo lo
acontecido habría resultado un mal sueño.
Apenas asomó el sol en el horizonte un gallo me
despertó con su canto; con rapidez y emocionado salté de la cama; pero luego,
comprobé con tristeza que aún me hallaba en el dormitorio de aquella modesta
cabaña.
Mary dormía plácida a mi lado, y en un pequeño
camastro, el pequeño Robert.
Tomé
mi cara con manos temblorosas y salí al exterior.
Aquella insólita situación había desbordado mi
entendimiento y amenazaba mi cordura. Una angustia feroz me invadió y rompí a
llorar desconsolado cual un chiquillo.
Dos días más tarde, acabada de juntar la cosecha de
amarillas mazorcas, fue cuando Mary mencionó que debíamos cargar la carreta y
dirigirnos hasta la ciudad para vender, aparte de aquel maíz, otros productos
de nuestra granja.
Yo casi no emitía palabra, me había concentrado de
tal forma en buscar la forma de salir de aquella situación, que todo lo que me
rodeaba, no tenía para mí la más mínima importancia.
Me había convertido en una especie de espectador de un dramático filme.
Un par de meses más tarde, sólo un par de meses;
integraba yo la comunidad de aquella comarca. Me había resignado a vivir en
aquella época, muy distante de mi tiempo y a la cual no pertenecía. También
pasé a descubrir en los días subsiguientes, que tenía amigos y alguno que otro
pariente, a los cuales fui conociendo con el correr del tiempo.
Mi
relación con Mary cambió por completo, refiero esto respecto a mi anterior
conducta y cercana a la fecha de mi “arribo”.
Como era inevitable, comencé a enamorarme de aquella
hermosa muchacha, a querer al pequeño Robert
y a mi nueva vida; la cual
continuó como la de cualquier matrimonio.
El tiempo pasó y casi estaba todo bien. Casi, pues
el gobierno del rey nos tenía a mal traer con sus fuertes impuestos y sus duras
leyes, aplicadas con mano de hierro a través de su ejército colonial.
Con el tiempo, nosotros los colonos, comenzamos a
organizarnos; no sólo en aquella región, sino en todo el territorio americano.
Era de esperarse, pues por mi parte conocía la historia de aquellos habitantes
del nuevo mundo y había llegado la hora de la independencia.
Una
cosa llevó a la otra y comenzó la resistencia armada hacia los que por aquellos
tiempos eran nuestros amos.
Mis manos endurecidas por la dura tarea del campo,
estaban más que dispuestas y con el correr de los años de abuso, a empuñar un
mosquete contra del ejército del rey.
Diversos alzamientos se produjeron en muchos
sitios, que con o sin éxito, yo sabía que sucederían.
Así, me sumé a las filas del ejército irregular insurrecto;
para sentirme participante de aquel trozo de historia y que “antes”, sólo
conocía por libros.
La mayoría de los combates y escaramuzas que se
produjeron más tarde, nos fueron desfavorables en un principio, y como sabía yo
que ocurriría. Pero poco me importaba, pues conocía su desenlace.
Casi ya no recordaba a mi amada Roseane, a mis
padres y a mis futuros suegros, era cosa del pasado, y de manera paradójica, el
pasado era mi presente. Sólo en algunas noches, cuando fuera de la cabaña me
encontraba, fumando mi pipa de madera y contemplando las estrellas; acudían a
mi mente algunos vagos recuerdos de aquella vida anterior, a la cual casi había
olvidado.
Diez años desde mi llegada a aquel sitio, mi hijo
Robert se había convertido en un hermoso jovenzuelo, y no sólo eso es lo que
puedo contarles; con mi esposa Mary, que permanecía tan linda como siempre,
habíamos tenido dos hijos más, Jonathan y Lisa.
A mis cuarenta años, era un jefe de familia
ejemplar, un buen y respetado ciudadano de aquella comunidad, hábil en sus
tareas, en el manejo de la espada y el mosquete de chispa.
De esto último, me había ocupado y con el correr de
aquellos años, en aprender con los mejores, por considerarlo de fundamental
importancia para la supervivencia en aquel salvaje territorio.
Un buen día en que comandaba mi grupo rebelde; pues
debo agregar que había sido honrado con el grado de teniente; recibí una bala
de mosquete sobre el costado izquierdo de mi cuerpo. Y créanme que un poco
asustado estaba, cosa que muy bien supe disimular debido a mi rango de líder.
Sufrí bastante para recuperarme, por supuesto
también temiendo la posibilidad de contraer una infección que me enviase
directo a la tumba, dado que por aquel entonces no existían los antibióticos y
la cirugía tal como yo la conocía.
Tiempo después y como era de esperarse, la guerra
de independencia se desató con toda su furia.
El ejército regular de las colonias enfrentó
abiertamente a los soldados del rey, y simples escaramuzas pasaron a ser
verdaderas batallas por controlar uno u otro territorio.
Pero un fatídico día, luego de una fallida
emboscada a los soldados, y cuando me encontraba cortando leña fuera de la
cabaña, un grupo de jinetes se acercó al galope.
Los reconocí desde lejos por sus rojizas casacas.
No atiné a tomar el rifle, pues a mi querida
familia a peligro grave expondría, y haciéndome el distraído, continué la labor
con mi hacha. Un capitán lideraba aquella tropa, la cual se detuvo a escasos
metros de mí y luego prestos descabalgaron.
Mary salió de la cabaña muy asustada y traté de
tranquilizarla diciéndole que no temiera, que no ocurriría nada malo, y que era
mejor permanecer dentro de nuestra casa mientras yo solucionaba cualquier
posible problema.
Entonces, aquel arrogante capitán desenvainó su
brillante sable de batalla y colocó su filosa punta tocándome el centro del
pecho.
Permanecí inmovilizado por aquel acto que a decir
verdad no esperaba.
Enseguida
me rodearon cuatro o cinco soldados prestos a disparar con sus rifles si me
resistía, mientras un veterano sargento, leyendo un amarillento papel que
desenrolló de inmediato, dijo:
-- Jack Wilson, se le acusa de traidor a la corona,
rebelde e insurrecto súbdito de su majestad el rey Jorge. De combatir en contra
de los soldados del ejército real y dar muerte a varios de ellos.
Por lo tanto, se lo condena a morir en la horca sin
juicio previo y en vigencia de la ley de guerra.
Firmado
: general Douglas Malcom Haggerty.
Terminando de decir éstas palabras, dos soldados me
sujetaron firme por ambos brazos.
No resistí en lo más mínimo, pues comprendí que era
inútil, mientras bajo un gran árbol me arrastraban y lanzaban una cuerda
alrededor de una gruesa rama.
Supe entonces de inmediato, que allí todo
terminaría para mí, estaba condenado y moriría en unos minutos más.
Mary tuvo que ser detenida por otros dos de
aquellos infames esbirros y que
forcejearon con ella, pues la pobre, se sumió en un mar de gritos y lágrimas
durante todo lo que duró aquella secuencia.
Minutos más tarde, me subieron sobre un caballo y
ataron mis manos a la espalda.
Rogué a Dios que recibiese mi alma, y luego, sin
más, ellos el caballo azuzaron.
Un fuerte tirón sentí en el cuello, y luego todo
fue oscuridad para mí.
Sabía, es decir suponía, que iría al encuentro del
Creador, pues mi fe había sido siempre y seguiría siendo, muy grande.
Acudieron a mi mente, a último momento, imágenes de
toda mi vida, además de los relatos sobre la muerte, que tantas veces había
escuchado.
Lo
único que lamenté en aquel aciago momento, fue abandonar a mi esposa Mary y a
mis hijos, a quienes amaba con locura.
Pensé por un momento, y al percibir una brillante
luz delante de mis ojos que me encandiló de sobremanera; que todas aquellas
historias de la vida luego de la muerte,
eran ciertas.
Entonces, esperé encontrarme con Dios.
Y
así lo creí, cuando de improviso percibí una borrosa silueta, a la cual no pude
distinguir muy bien debido a la intensa luminosidad que todo lo inundaba.
Luego,
sentí un fuerte sacudón sobre mi hombro y una voz femenina dijo:
-- ¡Richard!...¡Richard!¡Despierta,despierta!....
te has quedado dormido a pleno sol y te hará mucho daño.
-- Te hemos buscado toda la mañana y no te podíamos
hallar.¡Sinvergüenza! – recriminó mi padre.
A duras penas abrí mis ojos, sólo para ver el
rostro sonriente de Roseane; quien estaba en cuclillas a mi lado tocándome con
suavidad los cabellos.
Permanecí anonadado, mudo por completo, pues no
podía articular palabra. Tal es así, que ella preguntó si me encontraba bien e
insistió en llevarme a consultar un médico cercano para tratarme por
insolación.
Más tarde, cuando llegamos hasta la casa de los
padres de mi futura esposa, prestos me auxiliaron, dado el color rojizo de mi
cara y mis brazos, y además, aparentaba encontrarme al borde del desmayo.
Me recostaron sobre una cama y bebí agua fresca.
Así estuve durante una hora, más o menos, hasta que
llegó el médico y llevó a cabo una exhaustiva inspección sobre mi cuerpo.
Este, concluyó que no se trataba de algo serio,
sólo un poco asoleado, nada más.
Pero antes de irse, con rostro intrigado, se acercó
y me dijo con inquisitiva curiosidad:
-- Que fea marca esa que tienes sobre el cuello
muchacho... ¿En que situación te la has hecho?
En aquel preciso momento, como si mil resortes de
gran potencia instalados en la cama me dieran fuerte impulso, salí disparado
hacia el baño para observar mi cuello en el espejo.
La
visión fue aterradora.
Tuve
que sostenerme del pequeño lavabo para evitar caer al suelo, ya que mis piernas
se aflojaron y temblaron como un par de hojas.
Alrededor de él, lucía una huella entre rojiza y
morada sobre la piel.
Poco tiempo después, según refirió mi futuro
suegro, una vieja leyenda contaba que en aquel viejo árbol, y bajo el cual
quedé dormido; el ejército colonial del rey había ahorcado a un patriota de
nombre Jack Wilson, quien había luchado en las guerras de independencia.
Además, era una realidad, que ningún lugareño se
atrevía a sentarse debajo de él. ¿Por qué razón sería?.......
No tuve más remedio que hacerme el tonto ante
aquella leyenda histórica, fuera cierta o no, pero no miento si les digo, que
me llevó varios años superar aquel episodio.
Aún hoy, tengo alguna pesadilla cada tanto.
Créanme mis amigos, sin mentir en lo absoluto, que el que les habla vivió
diez años en un día, y nunca más olvidaré por mucho que el tiempo transcurra,
que viví dos vidas en una.
Desde ese día, todo aquel que narre una historia
por muy fantástica que parezca, sepa que tiene en mí, a su más atento oyente.
FIN
ALCIDES
Me hallaba yo
felizmente casado hacía dos años, un próspero industrial que en el transcurso
de los últimos cinco años, había visto acrecentarse a pasos agigantados la
respetable fortuna que de mi fallecido padre había heredado.
No
tenía casi problemas y era muy feliz con mi buen pasar económico; que sin pecar
de mentiroso o exagerado, podía tildarse de opulento.
Pero
la naturaleza del ser humano es bien complicada, vive en pos de la felicidad
sin saber muy bien donde ella se encuentra, busca y rebusca por doquier menos
en el lugar donde él mismo está.
Treinta
y cinco años tenía yo, cuando obedeciendo a una caprichosa decisión, se me antojó realizar una excursión al aire
libre y que no había llevado a cabo nunca en toda mi vida.
Se
trataba de una de aquellas cosas que le quedan a uno dentro del tintero, y que
tarde o temprano debe realizar para sentirse bien consigo mismo. Nunca faltó
oportunidad a lo largo de mi vida hasta aquel momento, para realizar alguna
excursión de ese tipo; pero siempre y arguyendo estúpidas excusas, había yo
evitado embarcarme en tales aventuras, siempre poseído por infundados y
exagerados temores a todo lo malo que pudiere ocurrir con mi persona.
Mi
fértil imaginación me hacía ver mordido por una serpiente venenosa, despeñado
por un barranco, o arrastrado por las tumultuosas aguas de un rápido de algún
ignoto río, y al cual me había precipitado luego de una trágica caída.
Un
buen día, ante la inútil protesta de mi esposa y de mis asociados en las
finanzas, decidí dejarlo todo por un par de semanas y partir hacia las
montañas, solo por completo.
Cargué
una mochila conteniendo todo lo necesario en el baúl de mi automóvil y emprendí
el viaje hacia lo que esperaba, fuera un feliz encuentro con la naturaleza,
bien lejos del mundanal ruido.
Había
escogido las sierras de Green Valley, por su singular belleza, y con más razón,
escaso turismo en aquella época del año.
Así,
luego de un día y medio de hermoso viaje, dejé mi lujoso y moderno automóvil en
un antiguo parador donde cuidarían de él hasta mi regreso y partí con mi
mochila al hombro en feliz caminata.
En
realidad, para no faltar a la verdad, no se trataba de una zona muy despoblada
que digamos, pues según había observado antes en el mapa, existían varias
pequeñas localidades, no distantes entre sí por más de cincuenta kilómetros.
Además de una buena cantidad de carreteras, otros caminos de tierra
secundarios, varios riachos donde según
se comentaba abundaba la pesca. Media docena de pequeños lagos, completaban
aquel maravilloso edén para todo el que desease una temporadita al aire libre.
Mi
primer día de marcha, debo admitir que resultó bastante agotador a pesar de mi
buen estado físico, pues era obvio que no estaba acostumbrado a una travesía
tan larga. Por la tarde, armé mi pequeña tienda de campaña en las cercanías de
uno de esos riachuelos de cristalinas y frescas aguas. Pero mi felicidad se vio
colmada, al lograr capturar una gran trucha con mi equipo de pesca
portátil que luego asé a la luz de la
luna.
Antes
de irme a dormir, contemplé durante largo rato y extasiado, aquel universo
repleto de estrellas, que en medio de aquella soledad, me mostraba la
grandiosidad de la naturaleza.
Aquella
noche dormí plácido y como nunca.
Desperté
muy temprano en la mañana para prepararme un aromático y exquisito café. Todo
era perfecto, y además, todo sucedía como si lo que percibían mis sentidos y
desde que me encontraba en esos parajes, se hubiese magnificado en intensidad y
en belleza. Tal es así, que por un momento lamenté no haber tomado la decisión
de emprender aquella aventura mucho tiempo antes, o por no haber realizado
excursiones similares de forma periódica y a lo largo de mi vida pasada.
Había
estado ciego o sido un verdadero estúpido.
Por
todas esas razones, me hice la firme promesa de volver a repetirla en un futuro
cercano, en solitario, con mi amada esposa, o con quien quisiese acompañarme.
En
los cinco días subsiguientes visité tres pequeñas localidades, pintorescas,
dotadas de una tranquilidad sobrecogedora; con sus amables pobladores y su
paisaje de belleza natural.
Para
el séptimo día, y hoy lo recuerdo muy bien; tomé por un camino lateral, un
desvío que partía del cual yo estaba transitando. No sé si por curiosidad
impulsada por el deseo de saber hacia donde conducía, ya que no figuraba en el
mapa o porque así lo quiso el destino.
Luego
de unas dos horas de firme marcha, habiendo ya recorrido casi unos diez
kilómetros, me detuve a descansar un rato sentándome sobre una gran roca.
Encendí un cigarrillo y comencé a pensar con seriedad en volver sobre mis
pasos, pues aquella vía aparentaba no conducir a ninguna parte.
¿Dónde
desembocaría el estrecho camino?
¿En
alguna localidad que no figuraba en mi mapa?
¿Tal
vez en algún rancho agricultor o ganadero?
--
Vaya uno a saber. – dije en voz baja.
La
simple y mera curiosidad, un empecinamiento de último momento y cuando estaba a
punto de regresar por donde había venido, me acicateó para continuar por
aquella senda.
Otras
dos horas de marcha sin llegar a ninguna parte en concreto, sólo aumentaron mi
intriga; por lo que en vez de desistir, aquel hecho hizo que me empeñase aún
más en continuar en aquella dirección.
De
pronto, a poco más de cien metros de donde me había yo detenido a encender otro
cigarrillo, logré divisar un cartel asomando en un recodo próximo.
Eché
a andar y me detuve al llegar al pié del mismo.
No
era muy grande en dimensiones, su fondo de color blanco donde letras rojas
decían: “ALCIDES”.
--
Por fin he llegado al pueblo de Alcides. – dije por lo bajo.
Estaba
ya por retomar la marcha por aquel camino, que presuntamente conducía hasta el
presunto pueblo, cuando advertí que a un lado de aquel cartel se erigía un
pequeño trípode de un metro de altura, pintado en negro, y en cuya cúspide se
hallaba emplazada una base circular de unos veinte centímetros de diámetro.
Sobre ella, una flecha cual la aguja de una brújula giraba libre.
La
curiosidad hizo que me acercara al instante, para descubrir que algo se
encontraba escrito en aquella base dividida en cuatro sectores:
“TE
QUEDARÁS” / “NO TE QUEDARAS”/ “TE QUEDARAS”/ “NO TE QUEDARAS”.
Sonreí
al pensar en la ocurrencia de su creador y decidí echar a girar la flecha para
ver que me tocaba en suerte.
Por
fin, y luego de varias vueltas, se detuvo indicando “TE QUEDARAS”.
--
Entonces me quedaré. – dije en voz alta, para luego agregar sonriendo. -- Al
menos por hoy.
Un
poco pasadas las doce del mediodía, ya comenzaba a sentir las quejas de mi
vacío estómago, lo cual hizo que apurara el paso con todas las intenciones de
comer algo en alguna cantina o posada que encontrase en aquel ignoto pueblo.
Minutos
más tarde, llegué a transitar por lo que supuse se trataba de la calle
principal. No tenía el lugar nada de nuevo, muy similar en aspecto a otros
lugares pequeños que había visitado en esos días. A simple vista, luego de
andar unas cinco cuadras, estimé que se trataba de una pequeña población, a lo
sumo de diez calles de largo por otras seis o siete de ancho, no más que eso.
A
mi paso, recibí el saludo amable de algunos lugareños que deambulaban a pié o
en bicicleta. Así, luego de unos minutos, me detuve un instante para preguntar
a un hombre de unos sesenta y tantos años que barría el frente de una barbería,
donde podría yo encontrar algún lugar para poder almorzar.
--
Disculpe usted caballero, ¿podría indicarme un buen lugar donde pudiera comer
algo?
El
tipo me miró y sonrió, enseguida respondió:
--
¡Ah! ¿Un forastero supongo?, continúe usted dos calles más y sobre la derecha
encontrará el bar de Angie. A propósito, ¿encontró ya donde alojarse?
--
No esteee, yo pienso almorzar, dormir un poco y por la tarde me marcharé.
--
Ahhh, entiendo....pero si va a quedarse, yo tengo una vivienda desocupada que
con gusto le rentaré. Además le diré que a orillas del lago hay un par de
playas hermosas y a sólo cinco minutos de caminata desde aquí. Sé que apreciará
tomar un poco de sol o tal vez darse un baño.
Pensé
en lo que me había informado y le respondí que tal vez lo hiciese luego. De
todas maneras, continué hasta la pequeña taberna propiedad de la tal Angie.
El
lugar era pequeño pero muy pulcro y bien arreglado, una barra con taburetes
para cinco personas, y unas diez mesas con sus respectivos grupos de sillas
alrededor. Allí seis despreocupados parroquianos en dos grupos de tres, bebían
y charlaban alegres.
Al
verme ingresar al local, sus miradas se volvieron hacia mí con un no disimulado
asombro. Me pareció escuchar que uno de ellos susurró:
--
Miren, uno nuevo....
El
resto de lo que dijo no pude percibirlo con claridad, dado el bajo volumen de
su voz, es probable para que yo no me
percatase de lo que él repetía.
Pero
era algo así como: “-- ¿Qué le
habrá.....?”
Resté
importancia al hecho y me acomodé en la barra. Enseguida, proveniente de una
puerta detrás, apareció una mujer cincuentona, que al verme agrandó sus ojos y
mostró una amplia afable sonrisa.
--
¡Muy buenos días forastero! ¿Qué desea tomar o comer?
Devolviéndole
la sonrisa le respondí:
--
Desearía comer algo, no sé que puede usted ofrecerme, y además tomaré una
cerveza.
--
Le aclaro caballero, que todo lo que usted puede comer aquí es casero y también
la cerveza. Tenemos huevos con tocino, jugosa carne a la plancha, verduras
frescas en ensaladas, pasteles de carne y jamón, puré de papas....
--
Humm, la verdad todo eso suena exquisito. Comeré huevos con tocino y un poco de
puré de papas, pero la cerveza prefiero que sea comercial.
Y
concluí diciéndole la marca que yo prefería.
--
Lo siento caballero, pero toda las bebidas son caseras...créame que son muy
buenas Mr.....
--
Aldridge, Jim Aldridge, está bien, tomaré una cerveza casera. – respondí.
De
todos modos probaría algo nuevo y... ¿qué tan malo podría llegar a ser?
Almorcé
opíparamente, y a decir verdad, la cerveza era muy buena tal como lo había
mencionado Angie.
Dispuesto
ya a retirarme solicité la cuenta por lo consumido y ella preguntó:
--
¿En moneda local o en dólares?
La
pregunta me resultó un tanto desconcertante y absurda, pero enseguida respondí
que abonaría el importe de mi almuerzo en dólares; por lo que ella dijo:
--
Siete con cincuenta.
Le
alargué un billete de diez agregando que se quedara con el cambio.
Luego,
enfilé hacia el pequeño lago, guiado por un par de carteles que indicaban el
camino. Caminata de por medio, al llegar, me eché despreocupado en la pulcra
arena de una de las playas que estaban sobre la orilla, donde me quedé
profundamente dormido, pues cuando desperté ya eran casi las cuatro y media de
la tarde.
En
aquel momento, decidí de manera intempestiva marcharme de aquel sitio para
continuar mi travesía. Desanduve el camino hasta el lago, y desde allí el
camino que conducía hasta Alcides,
pasando por su cartel de bienvenida con la extraña ruleta a su lado.
Al
pasar junto a él, sonreí pensando en cual habría sido en realidad la idea del
creador de aquella tonta ruletita al concebirla.
--
Vaya a saber. – dije.
Un
par de horas de marcha sostenida, hicieron que me detuviera a descansar por un
momento; sentándome al costado del camino y próximo a una curva que estaba un
poco más adelante.
Estaba
yo disponiéndome a encender mi cigarrillo, que ya sostenía entre los labios y
el tercero en aquel día, cuando divisé una mancha blanca que sobresalía luego
de la curva próxima.
Me
puse de pié de inmediato, pues quería negar lo que delante de mí estaba viendo.
Troté apurado y lo más rápido que pude con aquella pesada mochila sobre mis
hombros, hasta que llegué a la curva para sólo comprobar mis sospechas.
El
cigarrillo cayó de mis labios y mi boca quedó abierta en un gesto de
perplejidad absoluta.
Me
hallaba frente al blanco cartel que anunciaba con sus rojas letras: “ALCIDES”.
--
¡¿Cómo es esto posible?! – dije para mis adentros.
Que
endemoniado rodeo había dado yo sin darme cuenta en que dirección marchaba. Me
resultaba imposible y tremendamente desconcertante, encontrarme otra vez en la
entrada de aquel pueblucho, pero por desgracia así era, ni más, ni menos.
Maldije
por el tiempo perdido, y girando con rabia sobre mis pies, comencé a caminar en
dirección contraria, esta vez valiéndome de la brújula que traía conmigo.
Lo
que más llamaba mi atención era que no había otras sendas, caminos laterales, o
bifurcaciones que pudiesen haberme confundido llevándome una y otra vez hasta
aquel sitio. Nada.
Dos
horas más tarde el sol se ocultaba, pero aún así, decidí avanzar un poco más,
con la esperanza de llegar a la carretera principal y al sitio donde nacía
aquel camino que desembocaba en Alcides.
No
tuve mayor problema en continuar mi marcha en medio de la noche, pues la luna
llena brillaba en todo su esplendor y ni siquiera tuve necesidad de utilizar mi
linterna.
Al
cabo de media hora más, y cuando doblaba uno de los tantos recodos me detuve en
seco.
Ante
mí y a sólo unos treinta metros, se erguía otra vez el dichoso cartel blanco
con sus letras rojas.
Lancé
un insulto a viva voz y me tomé la cabeza con ambas manos. No sabía que rayos
estaba sucediendo. ¿Me habría extraviado debido a la oscuridad? No, eso
resultaba imposible, el camino era uno sólo y no cabían dudas. ¡Otra vez en el
mismo lugar luego de cuatro horas de marcha no representaba algo normal de
suceder!
Estaba
más que confundido y no hallaba una explicación lógica; por lo que, cansado
como me encontraba, armé con presteza la tienda de campaña a un lado del
cartel, y enfundado en mi bolsa de dormir decidí que lo mejor sería dejar todo
para el día siguiente.
Desperté
como a las nueve en una mañana radiante de sol, sin una nube en el azul y
diáfano cielo. Me desperecé estirando mis brazos y mis piernas, dejando por el
momento de lado el tema de que estaba anclado en aquel sitio desde el día
anterior, y me preparé un poco de café caliente haciendo un pequeña fogata con
ramas secas a la orilla del camino.
Bebía
de a sorbos aquel elixir, pues supuse, despejaría un poco mi mente, mientras
contemplaba aquel maldito nombre de Alcides.
--
Vaya nombre con que te han bautizado. ¿Quién habrá sido? ¿Tal vez el fundador?
— pensé por un momento.
Cuando
hube terminado mi café acompañado de un par de galletas; recogí mis
pertenencias y partí de nuevo alejándome, o a decir verdad intentando hacerlo.
Alejarme de aquel pueblucho de mala muerte al cual ya comenzaba a odiar. Además
y como era de esperarse, no tenía la más mínima intención de regresar a él otra
vez en mi vida.
Algo
que me resultaba por demás de extraño, era el simple hecho de que no había
visto transitar en lo absoluto ni un solo automóvil o algún otro vehículo, ni
siquiera un ocasional caminante.
Cuando
dos horas más tarde, arribé al mismo sitio de entrada a Alcides, casi sufrí un
colapso.
Estuve
a punto de desmayarme y mi corazón se aceleró. En ese preciso instante, supe
que lo que estaba ocurriendo era algo sobrenatural; no sabía porque o como,
pero algo extraño sucedía conmigo y con aquel maldito sitio.
Comencé
a pensar que todo era obra de extraterrestres, como recordaba haber visto en
algún film, o que tal vez yo había traspasado y vaya a saber cómo, un insólito
portal hacia otra dimensión.
Mi
ahora acalorada mente, trataba de explicar lo inexplicable a través de cantidad
de ideas fantasiosas que acudían de manera repentina.
Luego
de cavilar un rato, decidí que lo mejor sería entrar por enésima vez en aquel
pueblo y tratar de resolver aquel entuerto de alguna forma lógica y coherente,
si es que la había.
Ingresé
por la calle principal, y desde allí en adelante, comencé a observar con
cuidado, tratando de registrar hasta el más mínimo detalle de todo lo que mis
ojos veían.
Un
poco más tarde y como si nada ocurriera en realidad, me hallaba yo en el bar de
Angie, acuciado por la sed, bebiendo una cerveza casera bien fría. La mujer me
atendió con simpatía y de forma cortés, como si nada pasara e igual que la vez
anterior. Sin embargo noté que me observaba bastante, como esperando a que yo
dijese o preguntase algo.
Por
supuesto, no lo hice.
Otros
parroquianos que allí había, también me observaban más de lo normal y para mi
gusto. Por fin, Angie rompió aquel tenso silencio que se había producido en
algún momento y dijo:
--
¿Y, que tal? ¿Le gusta nuestro pueblito?....
--
Sí, es muy bonito. – respondí haciendo una mueca.
Un
poco más tarde, abandoné el bar de Angie, y más adelante, me detuve en la acera
para observar a un vecino que continuaba lavando con prolijidad su automóvil, y
que yo había observado al llegar.
Me
acerqué y estirando la mano me presenté:
-- Jim Aldridge.
El
hombre que tendría unos cincuenta y tantos años, interrumpió su tarea y me echó
una mirada de arriba a abajo, luego estiró enseguida la suya para darme un
efusivo apretón mientras con una sonrisa decía:
--
John Peltier, es un verdadero placer señor Aldridge.
--
Hermoso automóvil tiene usted mister, un poco viejo pero muy bien cuidado, ¿lo
usa a menudo?...
La
última pregunta, al señor Peltier debió
caerle como un balde de agua fría. Detuvo la labor que había recomenzado hacía
unos segundos, y mirándome fijo, me respondió escuetamente:
--
No mucho.
Luego
de aquel cambio repentino en su expresión me pareció que tuvo la intención de
agregar algo más y se arrepintió. Luego, continuó con su lavado sin siquiera
mirarme a la cara.
Continué
mi caminata hasta salir de Alcides por el extremo opuesto al que había
ingresado, pase junto a parcelas de cultivos varios, donde pobladores se
encontraban trabajando de manera ardua. Luego, tomé por un estrecho camino de
tierra y anduve por más de una hora, por fin, atravesé un hermoso y tupido
monte donde me detuve para echar un vistazo
a mi mapa.
Con
sorpresa descubrí que aquella zona en realidad no existía en él, o al menos no
figuraban detalles u otra información gráfica que indicara la existencia de un
pueblo.
Continué
mi marcha por una hora más, y luego de atravesar otro monte de árboles, pude
divisar más adelante, y para mi total sorpresa y desazón...otra vez , Alcides.
Créanme
si les digo, que me pasé el resto de aquella terrible jornada, entrando y
saliendo por distintos caminos, pero retornando siempre y de forma inexorable
al maldito lugar.
Cuando
cayó la noche, recurrí al hombre que había yo encontrado la primera vez que
había entrado a Alcides y el que me había ofrecido alojamiento. La barbería ya
había cerrado sus puertas, sin embargo él se encontraba aún en la entrada del
negocio.
Cuando
me vio, esbozó una sonrisa.
Me
acerqué y le dije:
--
¿Me recuerda usted?....he decidido aceptar su oferta de lugar para alojarme.
--
¡Como voy a olvidarme! Venga, acompáñeme, le gustará, y además el precio será
muy accesible mister..., a propósito, mi nombre es John Collins.
-- Jim Aldridge. – dije presentándome.
La
vivienda a la que me condujo, se trataba de una casa pequeña pero muy agradable
y bien arreglada. Con un jardín en su frente, donde lucían su colorido unas
flores muy bonitas, además de un patio trasero con un par de árboles de mediano
tamaño.
Allí
pase la noche, y por la mañana siguiente, luego de ordenar un poco mis ideas,
decidí salir a recorrer el pueblo en forma mucho más exhaustiva. La única
librería del lugar no tenía mucho que ofrecer, pero al menos pudo proveerme de
papel y lápiz. Así, con estos dos elementales utensilios, me propuse trazar un
detallado plano del pueblo y sus inmediaciones. Ello, suponía, me permitiría
evaluar una posible ruta de escape de aquel siniestro sitio. Pues más que una
salida, ahora lo consideraba en realidad un escape de vaya a saber que poder o
fuerza misteriosa que se empeñaba en retenerme.
Por
la tarde, examiné el plano que con todo detalle había dibujado; para descubrir
que sólo era un plano común y corriente. Sin embargo todas las entradas o
salidas, y que ya había recorrido, se perdían en la nada para luego retornar a
Alcides. Era como si dieran una gran curva para luego volver al punto de
partida, ingresando de nuevo al poblado por un camino distinto.
Al
siguiente día, decidí intentar otra vía de salida.
Esta
vez, decidido, no tomaría por un camino o una senda, sino que marcharía en una
dirección determinada, atravesando montes, pastizales o lo que fuera. La lógica
me decía que si no perdía el rumbo, y orientado por mi brújula; lograría al
fin salir del pueblo.
Así
lo hice, escogiendo la dirección norte comencé una ardua y dificultosa
travesía; sin apartar por supuesto, la vista de la aguja de mi instrumento de
orientación.
Pero
muy a mi pesar y luego de muchas horas de penoso andar, creo que alrededor de
seis en dos intentos diferentes, mis pasos me condujeron otra vez a Alcides.
Regresé
a la casa que había rentado donde comencé a gritar desaforado, presa de un
descontrolado ataque de ira y nervios y hasta quedar casi mudo por la ronquera.
¿Qué
era lo que sucedía?
¿En
que endemoniado lugar me encontraba atrapado?
¿Sería
obra de algún ente?
¿Tal
vez obra de Dios, sobre cuya existencia siempre tuve dudas y ahora El me daba
una lección de aquella manera cruel?
No
lo sabía.
Cuatro
días más tarde, ya conocía a muchos de aquellos pobladores y había ensayado más
de una docena de caminatas por distintos rumbos, buscado huir pero sin lograr
nada en absoluto. La gente que allí vivía, se abastecía con lo que ellos mismos
producían; pues observé que ningún producto, de cualquier índole, entraba o
salía de Alcides.
Es
más, parecía que nada entraba o salía.
Pasado
un tiempo, sus pobladores no tenían reparos en mostrarse amables conmigo; pero
apenas trataba de indagar de forma sutil
que era lo que allí sucedía; cambiaban de tema o interrumpían abruptamente la
conversación, y despidiéndose apurados, se alejaban de mí. Casi todas las veces
alegando haberse olvidado que tenían que hacer tal o cual importante cosa.
Mirando
el plano que yo mismo había dibujado, advertí que Alcides tenía una pequeña
estación del ferrocarril, incluso yo había pasado frente a ella pero sin darle
importancia en aquel momento.
Me
di una palmada en la frente y exclamé:
--
¿Cómo pude ser tan, pero tan estúpido?
Hacia
ella me dirigí de inmediato.
Se
trataba de una bien cuidada edificación a todas vistas antigua pero en perfecto
estado de conservación, con sus paredes de ladrillo color marrón y su techo de
tejas rojas a dos aguas.
Un
corto corredor atravesaba el edificio justo en la mitad, y que conducía desde
la parte que daba al pueblo hasta el andén por donde estaban los rieles.
--
¿Cómo podía haber sido tan idiota de no percatarme? – seguí pensando.
Atribuí
el hecho de pasar por alto la existencia de aquella estación, a mi
calenturiento frenesí por huir a toda costa de aquel lugar.
Una
vez allí, casi corrí hasta la pequeña ventanilla de la boletería que daba hacia
el andén y las vías. Me detuve, y con mis nudillos ejecuté con ansiedad
golpecitos sobre el vidrio.
Enseguida
apareció un anciano y algo adormilado hombre que con seriedad me preguntó:
--
¿Qué es lo que se le ofrece señor?
Lo
miré fijo y le dije:
--
¿Hacia donde puedo viajar desde aquí?
--
El único servicio es hasta el parador Junction River.
--
Bien, bien, ¿y a que hora pasa el tren por aquí? – pregunté.
--
A las once de la mañana, aproximadamente. – respondió el anciano.
Sonreí
de buena gana, y una loca euforia se apoderó de mí. Tal es así, que no dejé de
reír y sonreír, cobrando la apariencia de un enajenado.
El
boleto me costó trece dólares, y luego de retirarlo, tomé asiento en el único
banco que había en el lugar, a esperar impaciente el arribo del tren que me
sacaría de aquel sofocante sitio.
Eran
las once y diez y yo aún esperaba.
Cuando
comenzaba a pensar que el tren no arribaría nunca a aquella estación, que todo
era un cruel y triste engaño; justo a las once y veinte, cuando ya me dirigía
hacia la boletería enfurecido dispuesto a tomar del cuello a aquel anciano
timador con el propósito que me brindara explicaciones; a mis oídos llegó
sobresaltándome el conocido silbato.
No
podía creerlo pero estaba ocurriendo.
El
pequeño convoy compuesto por una negra y antiquísima locomotora a vapor, su
vagoneta depósito de carbón, y dos vagones de pasajeros detrás; arribó
traqueteando para luego detenerse en medio de sibilantes chorros de vapor.
No
podía dar crédito al magnífico suceso, y dudaba ya que estuviese ocurriendo en
realidad. Mis ojos lagrimearon y hasta saludé emocionado al conductor asomado
fuera de su máquina, que como el empleado de la boletería, se trataba de otro
canoso anciano.
Subí
y me acomodé en uno de los asientos del primer vagón.
No
había pasajero alguno además de mí, y llamó mucho mi atención aquel hecho, por
lo que me puse de pié para desplazarme hacia el otro.
Nadie.
Yo
era el único en ambos vagones.
--
Esto es muy raro. – pensé.
Por
fin, y luego de una espera de diez minutos, el tren comenzó a moverse, no sin
antes que la locomotora emitiera un par de pitidos anunciando su partida.
Media
hora más tarde, cuando me devoraba la ansiedad por llegar al lugar llamado
Junction River, el tren disminuyó la marcha y se detuvo por completo. Intrigado
me asomé por la ventanilla, y con tremenda alegría pude leer un negro y
alargado cartel donde con letras blancas decía Junction River.
Bajé
apresurado y a los tropezones de aquel vagón, mientras una emoción inimaginable
me embargaba. Había descendido sobre el pedregullo del terraplén de las vías y
junto a aquel cartel.
Pero
allí no había nada, solo una larga hilera de pinos bien recortados. Pensé en
ese momento que por un error involuntario de mi parte, había descendido del
lado opuesto a la estación del ferrocarril.
Cuando
el tren partió, observé que frente a mí solo había otra interminable hilera de
árboles, nada más.
Estaba en medio de la nada. ¿Podía ser esto posible?
Crucé las vías
corriendo, desesperado, hasta casi chocar del otro lado con un cartel de chapa
bastante más pequeño y bastante oxidado que decía:
“
PARADOR JUNCTION RIVER.
DISFRUTE
USTED DE ESTE MAGNÍFICO LUGAR DE
DESCANSO Y DE SU HERMOSA PLAYA JUNTO AL RÍO.”
Maldije
en voz alta. En mi apuro por abandonar Alcides, no había preguntado al anciano
de la boletería, de que se trataba el lugar llamado Junction River.
Ahora
sabía que sólo era un parador. De todos modos, decidí que no debía hacerme ya
tanto problema, pues al menos había abandonado aquel endemoniado pueblucho, y
ahora, desde donde me encontraba, podía dirigirme hacia cualquier otra
parte.
Decidí
cruzar una línea de setos por un sendero que encontré más adelante, y siguiendo
por el mismo, luego de un corto trecho, llegué a orillas de un río de aguas
transparentes donde me topé con una desierta y hermosa playa de arenas blancas.
Nada
más. Ninguna persona a la vista.
A
la fresca sombra de un árbol, comí unas galletas que traía en mi mochila, y que
entre otras cosas eran las últimas, para luego emprender otra vez la marcha.
Comencé
a caminar siguiendo los rieles del ferrocarril en el mismo sentido en que había
continuado su marcha el tren, esperando ansioso arribar a alguna población
rural. No me importaba esta vez el tiempo que la caminata me demandase.
Por
la tarde, y luego de cuatro largas horas.... arribé a Alcides.
Ya
en la casa que rentaba, me eché sobre la cama y comencé a llorar como un
chiquillo. Mi voluntad y mis esperanzas de salir de allí, junto con mi ánimo,
se habían desmoronado, se habían quebrado como un frágil palillo de madera.
Al
siguiente día abandoné la casa en sólo dos oportunidades, ambas para comer en
el bar de Angie y estrictamente durante el tiempo necesario que ello me
demandó.
Mi
cerebro navegaba en un mar de confusión y descabelladas ideas.
Pero
al fin, comprendí que debía serenarme y buscar una solución de forma tranquila
y ordenada. Supe que no debía caer presa del pánico, pues mi inestabilidad
emocional conduciría de manera inexorable
al enajenamiento de mi torturada mente.
Un
par de días más tarde, y habiendo recobrado bastante la calma, me dirigí a un
edificio donde según anunciaba en su fachada, funcionaba el ayuntamiento.
Supuse que era el lugar indicado para recabar información sobre aquel
endemoniado pueblo, sobre sus orígenes, y todo sobre su historia, si es tenía
alguna.
Me
recibió un señor mayor, muy amable y quien dijo ser el alcalde. Arguyendo tener
que marcharse por un asunto urgente, me invitó a pasar, y sin más explicación,
otorgó su permiso para que yo investigase sobre lo que deseara. Sólo me
recomendó que cuando concluyese, dejara todo donde lo había encontrado.
Luego se marchó sin más.
Encontré
una biblioteca como cualquier otra, con gran cantidad de literatura de toda
clase, una oficina de información con libros conteniendo actas de nacimiento y
defunciones, otros libros con registros de obras de infraestructura y mejoras
realizadas en el pueblo; nada más.
En
determinado momento, llamó poderosamente mi atención una pequeña puertita
lateral, que luego de abrir, acción producto de mi curiosidad, pude comprobar
que conducía a un cuarto de paredes descascaradas y donde cantidad de
cachivaches de todo tipo yacían apilados a diestra y siniestra.
Iba
a retirarme, cuando no sé por que rara intuición, decidí investigar entre los
trastos amontonados.
Luego
de revolver un poco, descubrí un viejo cartel corroído y despintado con el
nombre de Alcides. En un instante me di cuenta que con toda certeza había sido
retirado para ser reemplazado por uno nuevo, era lógico. Pocos minutos más tarde,
encontré otro en apariencia más viejo que el anterior, y luego otro, y otro
más, y así hasta que para mi sorpresa uno de ellos decía “ALSIDES”.
El
nombre se hallaba escrito con una “S” en el lugar donde debía haber una “C”.
De
improviso, escuché un extraño ruido detrás de mí y giré de inmediato para ver
desde donde provenía.
Se
trataba de un hombre de alrededor de cuarenta años de edad que me observaba
inquisitivo, con un balde en una mano y con un cepillo de cabo largo en la
otra.
Entonces
me apuré a decir, con la intención de que no sospechara de que estaba yo
haciendo algo malo:
--
Ehhh...el alcalde me autorizó a investigar, mi nombre es Jim Eldridge y soy
nuevo aquí.
--
Bien, no hay problema. Mi nombre es Jack
Hollis y me encargo de la limpieza de los edificios públicos. – contestó
gentil.
Estaba
a punto de retirarse, cuando lo llamé para preguntarle:
--
¿Sabe usted porque este cartel dice “ALSIDES” y no “ALCIDES”? – dije
señalándoselo.
--
Según tengo entendido, ese viejo cartel estuvo colocado muchos años; hasta que
se decidió que estaba mal escrito el nombre, y cuando hubo que reemplazarlo, se
procedió a escribir “ALCIDES” con la letra “C” ¿Alguna otra pregunta? –
respondió el hombre.
--
No, no, está bien. – agregué.
El
tal Jack se retiró y yo continué revisando.
Pronto
me topé con otro cartel aún más antiguo que los anteriores, y donde aún se leía
a duras penas no sólo el nombre de ALCIDES mal escrito, sino que de la
siguiente forma:
“
ALSI DES”
En
apariencia habían ido reemplazándose unos detrás de otros y con el correr de
los años, al volverse estos inservibles por envejecimiento. Sólo que éste
último, parecía ser el más antiguo de todos. Llamó mucho mi atención, la forma
en que estaba escrito, por ello, lo llevé hasta que la claridad del exterior
que penetraba por una de las ventanas lo iluminó por completo.
No
había nada extraño en él, sólo la separación de las sílabas; como si entre
ellas faltasen algunas letras. De inmediato, decidí indagar sobre aquel curioso
hecho, por lo que me dirigí hasta el escritorio del alcalde, y rebuscando en
uno de sus cajones hallé una poderosa lupa, con la cual regresé para observar
con más detalle la inscripción.
Un
rato más tarde, había reconstruido aquel maldito nombre y permanecí mudo,
asombrado; pero tal vez un poco más satisfecho por haber encontrado la razón
por la cual aquel endemoniado lugar se llamaba así.
Con
ayuda de la lupa y un trozo de tiza, fui observando bien de cerca, marcando
luego con ésta última lo que aparentaban ser microscópicas huellas de pintura
vieja.
El
cartel decía:
“SALSIPUEDES”
Deduje
que bien justificado estaba el nombre con que habían bautizado el pueblo, y
obedecía a una verdad irrefutable y absoluta, que por desgracia yo estaba
viviendo en carne propia en aquel momento.
¡No
podía salir!
En
los días subsiguientes y durante un par de semanas, traté de huir por lo que
consideré otras vías de escape alternativas. Pero todos mis esfuerzos
resultaron siempre y de forma inexorable, en vano.
Incluso
intenté probar la suerte girando como un enajenado, una y mil veces la extraña
ruleta que yacía en la entrada del pueblo, también sin resultado. Al acabarse
el dinero que traía conmigo, no tuve otra alternativa más que buscar un empleo,
el cual por suerte no me fue difícil hallar, ya que los integrantes de aquella
comunidad y a la cual ahora yo pertenecía, solidarios entre sí en su desgracia
de estar allí varados, no dudaban en brindarse ayuda mutua.
Así,
con el tiempo escuché los muchos rumores que corrían de boca en boca entre sus
habitantes. Rumores que se comentaban muy en secreto y a modo de leyendas. Pero
todo giraba en torno a la manera de escapar, y como habían hecho algunos de sus
habitantes para abandonar el sitio, pues de la noche a la mañana nunca más se
había tenido noticia de ellos.
Nunca
faltaban historias mencionando que si no se hablaba del tema de salir, o se olvidada uno de aquello, un
buen día lo lograba. Pero en todos los casos, el misterio de la imposibilidad
de abandonar SALSIPUEDES o ALCIDES, como ustedes prefieran llamarlo; permanecía
esquivo al conocimiento de sus moradores. Creo que muchos habían quedado
atrapados al igual que yo, y otros, los más jóvenes, habían nacido en aquel
pueblo. No puedo decirlo con certeza pues nadie me lo confesó en forma abierta.
Así,
luego de tres meses en SALSIPUEDES, conocí a Caroline Baker, hermosa mujer de
treinta años y con la que estreché vínculos de amistad. No seré hipócrita con
respecto a este tema, pues debo confesar que me sentía profundamente atraído
hacia ella y para ser sincero no con intenciones de ser su amigo.
Fue
con la única persona de aquel lugar con la que yo hablaba abiertamente sobre
aquel espinoso tema, y pienso que para ella también yo era su único confidente.
Un
buen día, una idea, que para ser honesto no se si calificarla como descabellada
o genial, acudió a mi mente. Pensé que era muy posible que existiera alguna
línea, barrera o límite, que dividiera aquella zona; barrera infranqueable para
sus pobladores pero de alguna forma penetrable para los del exterior. Pues yo
había entrado como si tal cosa. El quid de aquella cuestión era descubrirla,
para luego buscar la forma de traspasarla, terminando así con aquella
aterradora realidad que estaba viviendo y que día a día se tornaba más
opresiva.
Pero
para mi desgracia, por mucho que busqué y rebusqué durante los meses sucesivos
a la ocurrencia de aquella teoría; tampoco obtuve ningún resultado positivo a
mis expectativas. Sólo logré retornar cada vez al pueblo maldito, de forma tan
simple como había salido.
Cuando
llevaba casi un año de vivir prisionero, y mis esperanzas de abandonar
SALSIPUEDES casi se habían desvanecido; me hallaba yo sentado y meditando a la
vera del camino, justo en la entrada del poblado; cuando de repente un joven
con una voluminosa mochila sobre sus hombros se acercó, y sin que yo advirtiera
su presencia en un primer momento...
--
Disculpe mister.... – su voz rompió el silencio de aquella tranquila mañana
haciendo que me sobresaltara en sobremanera.
Entonces,
casi sin poder dar crédito a lo que mis ojos percibían, lo miré fijo por un
instante y con voz temblorosa le pregunté:
--
¿Tu...tu no vives en SALSIPUEDES, verdad?
--
En ALCIDES querrá decir, si es que al pueblo próximo usted se refiere. –
contestó tranquilo.
--
¡Sí, sí, ALCIDES o como diablos quieras llamarlo! – exclamé.
--
No. No vivo allí, y es más, ni siquiera lo conozco. — afirmó sonriendo.
El
joven de unos veintitantos años, al verme tan nervioso preguntó luego:
--
¿Se siente usted bien?
Lo
miré con fijeza y lancé la temida pregunta:
--
¡¿Te has acercado al cartel?! ¡¿Has jugado a la ruletilla maldita?!
El
muchacho debió pensar que estaba loco, pues sin decir más, dio media vuelta y
se dirigió hacia la entrada.
--
¡¡¡Detente!!! – grité desesperado y me puse de pié.
Al
escuchar mi grito, el joven se detuvo en seco y se volvió con rostro temeroso
--
¡Por lo que más quieras.... no entres en este lugar maldito y menos te acerques
al cartel o a su ruletilla del demonio!...¡Gracias a Dios!....
El
continuó mirándome fijo, desconcertado, lejos de entender lo que yo trataba de
advertirle.
Palpité
su confusión por lo que le dije:
--
No creas que estoy demente o algo por el estilo, sólo confía en mí. Ni te
acerques a esa entrada, pues si en algo aprecias tu libertad, darás media
vuelta y te marcharás de inmediato.
El
muchacho no se atrevió a articular palabra, es probable me viese aspecto de
loco, pues dio media vuelta y comenzó a alejarse de allí. Fue en ese preciso
instante, cuando una luz iluminó la oscuridad de mi mente y se me ocurrió
aquella loca idea.
--
¡Espera! – le grité con toda la fuerza de mi voz.
El
joven se detuvo en seco, y entonces en veloz trote lo alcancé de inmediato.
--
Iré contigo...si no te molesta que te acompañe. Sólo por un trecho... te
prometo que no hablaré si tu no lo deseas. – le dije sonriendo.
--
¡Si el sale y yo estoy junto a él, entonces también saldré! – pensé.
El
me miró con cierta desconfianza, y asintió con la cabeza para luego decir:
--
Está bien, por mí no hay problema.
La
caminata se prolongó por unas cuatro horas, y como era de esperarse, fuimos
charlando durante casi todo el tiempo. Mi mirada estuvo todo el tiempo fija en
él, tal vez temía que si por un segundo se apartaba, aquel joven se esfumara
por alguna misteriosa y desconocida causa.
Primero
permanecí muy nervioso, pues esperaba que algo raro ocurriera; todavía no creía
que aquella simple e ingenua solución diera resultado; pero luego me calmé y decidí que más me valía
pensar en otra cosa.
Tuve
así tiempo de relatarle mi aterradora experiencia y entonces el comprendió, o
por lo menos así lo creí; el porque yo había evitado que entrase en SALSIPUEDES
o ALCIDES, como mejor gusten llamarlo.
Por
fin, tras unas horas de marcha llegamos junto a la carretera, donde nacía el
desvío hacia aquel lugar maldito. Con
una alegría tremenda vi de pronto pasar de largo un par de automóviles. La
simple vista de aquellos vehículos estremeció mi cuerpo hasta sus fibras más
íntimas. Reía y lloraba a la vez, y me embargó una felicidad nunca antes
experimentada.
Por
fin, luego de un rato nos separamos, pues le dije que debía descansar un poco,
y que además necesitaba permanecer a solas por un par de horas. Creo que aquel
joven, desorientado, nunca tuvo una cabal idea acerca de mi cordura.
Nos
estrechamos las manos y allí mismo, el continuó por su camino, y yo me senté a
un costado a fumar con tranquilidad un cigarrillo que tan amable me ofreció
antes de irse. Hoy pienso que en realidad se alegró de liberarse de mi
compañía.
No
sabía donde me encontraba o en que dirección debía encaminarme, pero poco me
importó en aquel momento.
Poco
después, regresé a mi hogar, causando tremenda sorpresa para todos, por
supuesto en mayor grado a mi esposa. Mi imprevista aparición sin mochila ni
pertenencia alguna encima, tanto tiempo después y cuando me daban por muerto;
se trataba de un hecho muy extraño e insólito a la vez.
No
quise narrar a persona alguna mis peripecias, nada en absoluto sobre lo que me
había ocurrido; pues seguro en un manicomio terminaría mis días.
Así,
pasaron diez años desde mi aterradora estancia en SALSIPUEDES.
De
donde yo pude salir.
Un
buen día, y cuando toda aquella odisea había quedado atrás, pero juro que no
olvidada; decidí regresar a aquel sitio para investigar a fondo, y no quiero
que por esto me juzguen de loco,
demasiado audaz o desafiante.
Claro
está que tomé mis precauciones, tres amigos me acompañaron, mi esposa, y además
dos automóviles de policía locales y que gustosos se ofrecieron a escoltarme al
saber que buen dinero extra les daría.
Poco
más tarde el cuerpo comenzó a temblarme, cuando a través del parabrisas del
automóvil vi el blanco cartel ahora muy deteriorado y que decía AL
SI DES.
El
cambio en aquel nombre, me produjo una total intriga; pero lejos estaba yo de
imaginar que más adelante y al llegar, me encontraría con un pueblo abandonado
y en apariencia hacía muchos, muchos años.
Descendí
del automóvil mudo de miedo en medio de aquellas ruinas, sólo para escuchar que
uno de los policías me decía:
--
Este pueblucho está abandonado desde hace unos....yo diría cuarenta años, si
mal no recuerdo.
Lo
miré intrigado y pregunté de inmediato:
--
¿Está usted seguro?
--
Por supuesto. He nacido, y siempre he vivido muy cerca de aquí. – respondió
sonriendo.
Solicité
que por favor me dejaran solo, y comencé a recorrer sus abandonadas y
polvorientas calles. Edificaciones y casas en ruinas era todo lo que allí
había. Por último, me dirigí hacia el cementerio sin saber muy bien el porqué,
pensé que encontraría en aquel sitio alguna respuesta.
Comencé
a leer las inscripciones sobre las lápidas que allí se encontraban, sólo para
descubrir con horror algunos epitafios:
“ Aquí yace Angie Williams” 1906 – 1956.
“Aqui yace John R. Peltier” 1898 –
1962. Fallecido en accidente automovilístico.
Pero
mi corazón dio un vuelco, y casi se detuvo, al leer en una vieja y casi
ilegible lápida blanca: “Caroline Giselle Baker” 1893 – 1934
No
proseguí leyendo pues era inútil hacerlo.
Salí
de allí desconcertado y confundido, trepando con rapidez al automóvil y ante el
asombro de mis acompañantes, sólo dije:
--
Vamos....no hay más nada que ver.
El
resto del viaje de regreso permanecí encerrado en un total mutismo.
Nunca
mencioné a persona alguna todos estos hechos, pero les juro que fueron ciertos
y aún hoy, vívidamente los recuerdo.
FIN
EL
RIO
Crecí junto a un
caudaloso río, de aguas marrones y oscuras, tan oscuras, que si te sumerges no
puedes ver más allá de tus narices. En
él, aprendí a nadar a la temprana edad de cinco años, pero siempre sentí recelo
cuando de aguas turbias se trata.
Aunque
parezca obsesivo, para mí es muy importante ver que hay debajo. Sé muy bien que
muchas personas demuestran miedo a darse una zambullida, por no saber nadar, o
porque tal vez algún desgraciado suceso del pasado relacionado con el agua les
hizo temer perecer ahogado.
Ni lo uno
ni lo otro es mi caso.
Mi
difunto padre, cuando yo aún no había nacido, construyó un “rancho” en la isla
frente a la ciudad donde vivíamos por aquel entonces. Entiéndase por “rancho”,
a una cabaña hecha en madera y montada sobre pilotes de quebracho colorado,
dado que en épocas de creciente, el río cubre la tierra de varias islas. Son en
su mayoría construcciones de fin de semana, propiedad de pobladores de la gran urbe
frontera, aficionados a la pesca o a las actividades náuticas.
Más
grandes o más chicos, con muchas o con pocas comodidades, estos ranchos hacen
las delicias de los amantes del río.
En estas
islas, donde solo hay sauces llorones y diversidad de aves, transcurrió gran
parte de mi vida. Allí, aprendí todo lo que había que aprender para ser un
isleño hecho y derecho.
Aún
recuerdo con noltalgia aquellas tardecitas de mate cocido y galleta bajo de la
galería del aquel rancho.
El
nuestro era grande y cómodo, con sus cuatro habitaciones y su techo acanalado
de zinc a dos aguas. A veces, no sólo pasábamos el día sábado y parte del
domingo en él, sino que permanecíamos semanas enteras, dedicadas a la pesca y a
pasear en canoa.
Un buen
día, cuando rondaba los dieciocho años, compartí un fin de semana completo
junto a mi amigo Ricardo, quien acostumbraba a acompañarme en aquellas
ocasiones. No digo que no tuviese otras amistades, sólo que él era uno de mis
dos mejores compañeros.
Ya caía
el sol del verano en aquella tarde del sábado cuando echamos el último lance*.
Al recoger la red desde la popa de la canoa y mientras mi amigo se hallaba a
cargo de los remos; noté que ésta se ponía demasiado pesada.
-- Parece
que traemos algo grande... o arrastró barro del fondo. – dije.
A veces,
la red raspa en demasía el barroso lecho del río, y a consecuencia, y por
impregnarse con aquella greda, se torna muy pesada al recogerla.
-- ¿No
será algún pescadito bastante grande? – preguntó Ricardo.
-- No.
Porque no siento que tironee.... – contesté en medio del esfuerzo.
-- ¿No
será algún surubí grandote? – dijo Ricardo de nuevo.
-- En una
de esas. – dije.
Alimentada
por mi amigo, aquella idea de pescar algún surubí de grandes dimensiones, hizo
que pusiera más empeño en la tarea.
-- A lo
mejor enganchamos el tapón del río. ** – dije.
-- No
vaya a ser algún raigón***. – dijo entonces Ricardo.
-- No lo
digas. ¡Mi viejo me mata si se rompe la red!....y ni te cuento si nos
enganchamos y hay que cortarla para liberarnos. – dije.
-- Bahh,
que le hacen unos metros menos. – bromeó Ricardo. Pues sabía bien el mal
carácter que tenía mi viejo, “el gringo”.
-- ¡Che,
que viene pesado carajo! – exclamé en medio de tremendo esfuerzo – ...¡Ta que
lo tiró!
Sabía que
romper la red, significaría una severa reprimenda de parte de mi padre. Pero
por otro lado estaba tranquilo, porque
* N del A. Se denomina lance, a desplegar la
red hasta que ésta haya recorrido aproximadamente toda la longitud de lo que
más o menos es zona de pesca, acompañando luego a ésta con la canoa y siempre
río abajo)
** N del A .
Broma de los pescadores.
*** N del A. Un raigón, se le
llama a un tronco, trozo de árbol o a veces árbol completo, que podrido su
madera de tanto flotar a la deriva, pierde su flotabilidad y suele ser la
desgracia de los pescadores, por romper sus redes o engancharse en ellas de tal
manera que hace imposible liberarlas.
en
apariencia el tejido no estaba enganchado, sino que había atrapado algo muy
pesado y que yo ahora halaba muy lento y con gran dificultad hacia la
superficie. Si se trataba de un raigón, lo subiríamos a la canoa, lo
desenredaríamos y listo. Y en el caso de ser muy grande, lo llevaríamos a la
rastra hasta la costa para liberar la red de todas maneras.
Por fin,
después de un gran esfuerzo, noté que la razón de semejante contratiempo estaba
casi por emerger de las marrones aguas. Esas malditas aguas oscuras no te
permiten ver de que se trata hasta que está en la superficie.
Cuando
asomó, casi me muero del susto.
Se
trataba, nada más y nada menos, que del cadáver de un hombre ahogado que en el
tejido se había enredado.
-- ¡Por
Dios y todos los santos! – exclamé soltando la red por un momento.
Eché una
mirada a Ricardo.
El, por
su parte, debió adivinar por la expresión de mi rostro que algo malo ocurría.
-- ¿Qué
es Carlitos? ¿Qué es?...¡Decíme che! – insistió al ver la expresión de mi
rostro.
-- Es un
ahogado....es un ahogado... – dije con cierto temblor en la voz.
-- ¡A la
mierda!....pará, pará. – dijo soltando los remos y luego acercándose a la popa
de la canoa – ...a ver, levantá la red.
Entre los
dos recogimos un poco, y el cadáver apareció de nuevo. Estaba boca abajo, su
torso vestía una camisa que habría sido blanca, pero ahora lucía color ocre por
efecto de aquellas barrosas aguas que todo lo tiñen.
El cuerpo
se hallaba grotescamente hinchado y putrefacto, de sus brazos se desprendían
largos jirones de piel blanquecina. Su cabello, lo poco que quedaba,
recuerdo muy bien, era oscuro. Fue
entonces, cuando llegó hasta nuestras narices aquel olor dulzón y penetrante de
la putrefacción, tan nauseabundo que por poco nos provoca el vómito.
-- ¡A la
pucha! – exclamó Ricardo arrugando su nariz
y haciendo una mueca.
Miré a mi
amigo y pregunté:
-- ¿Y
ahora... que hacemos?
-- Que se
yo....avisamos a Prefectura Naval*. – encogió sus hombros.
Enseguida
vino a mi mente la historia contada por un hombre de río, el señor “M”, bien
conocido por nosotros, y que pasó por aquellas mismas circunstancias. Había
relatado en una ocasión, que luego de hallar un cadáver flotando en el río,
había avisado a las autoridades, y luego, todas las peripecias sufridas por él
cuando lo tuvieron de aquí para allá haciendo declaraciones, una y otra vez.
-- ¡Me
volvieron loco! – afirmó el señor “ M” en aquel entonces.
Así se lo
hice saber a mi compañero Ricardo. Pero él me dijo enseguida:
-- Mirá,
lo correcto es lo correcto, y este pobre desgraciado tiene derecho a recibir
una sepultura decente para que su alma descanse en paz. Además, imagináte como
lo estará buscando su familia.
-- No sé,
no sé.....mirá lo que contó “M”, ¿y si es para problemas? Yo prefiero dejarlo
boyando, que lo encuentre otro y listo. – dije con mucha seguridad.
* N del A Autoridad oficial que rige en los ríos.
-- Pero
no es correcto, te acordás cuando le hicimos la fiesta de despedida de soltero
a Daniel y yo tomé “prestada” una sotana
del colegio de los curas para disfrazarme de sacerdote...¿te acordás o no te
acordás lo que me pasó? –dijo Ricardo.
Como iba
a olvidarlo. Si esa misma noche y al terminar la fiesta, por desinstalar unas luces provisorias que
habíamos colocado, mi buen amigo casi muere electrocutado.
-- ¡Dios
me castigó por lo que hice y casi me muero! – exclamó muy serio con énfasis,
elevando el volumen de su voz
ciertamente convencido de su presunción.
Me
mantuve unos instantes en silencio, intentaba decidir que haríamos con aquel
cadáver.
Luego
dije:
-- Vamos
a darlo vuelta.
Aquella
terrible y morbosa curiosidad propia del ser humano se apoderó de mí.
Entonces,
tironeando un poco de la red, lo volteamos hasta que quedó boca arriba. Resultó
una mala idea. Sólo nos dimos cuenta, cuando aquel pobre desdichado mostró lo
que quedaba de su rostro.
Nos miró
por un instante desde sus cuencas vacías. Su cara, hinchada, deforme y en parte
devorada por los peces, fue una visión espantosa. Faltaba parte de la carne
sobre su boca y mandíbula, mostrando el hueso del maxilar con su dentadura al
descubierto. Los restos de su cuero cabelludo se hallaban casi desprendidos.
La fuerte
impresión que nos causó fue tan terrible, que soltamos la red para que volviera
a sumergirse y desapareciese de nuestra vista.
Un
segundo después, dije:
-- Vos
pensá lo que quieras, Ricardo, pero yo lo suelto y que se haga cargo otro.
Entonces,
Ricardo se encogió de hombros, como diciéndome que hiciese lo que me viniera en
gana.
Eché una
mirada al resto de la red recogida que se hallaba sobre la canoa y dije:
-- Yo no
lo desenredo ni loco, si corto la red para que se vaya, calculo que sólo
perderemos unos diez metros, pues ya la levantamos casi toda, alcanzáme el
machete.
El
machete siempre se lleva en la canoa cuando se pesca, y es para cortar la red
en un caso de emergencia.
Así,
luego de un par de minutos, había cortado el paño del tejido.
Miré a mi
amigo y le dije:
--
Hicimos lo mejor que podíamos haber hecho, sino.... era para problemas.
-- Los
problemas los vas a tener vos con tu viejo, ahora que cortaste la red. –
contestó Ricardo.
-- Le
digo que se enganchó, probablemente en algún tronco en el fondo y.... ¡vos no
digas ni palabra! – respondí.
Y así
fue, después de escuchar algunas protestas de parte de mi padre, y pasado un
par de días, todo quedó olvidado.
Un
miércoles diez días después, anunció mi padre, que él y mi madre habían
decidido ir a pasear a las sierras de Córdoba por todo el fin de semana próximo, y que partiríamos el
viernes.
Simplemente
dije que no tenía ganas, que me quedaría en casa. Y siendo ya mayorcito como
era, no hubo problema alguno.
De todas
maneras, sólo era por tres días, pues el lunes esperaban estar de regreso.
-- Yo te
voy a dejar comida preparada y llamaré todo los días por teléfono, por si surge algún problema, ¿sabés? – dijo
mi madre.
--
¿Seguro que no querés venir? – preguntó mi padre.
-- No, la
verdad es que no tengo ganas. – dije.
Quedarme
solo en casa me encantaba, además, podía ir y venir de juerga a mi antojo. Ya
había ido a las sierras un montón de veces cuando más pequeño, pero ahora me
aburría.
-- Sólo
me tenés que hacer un favor... – dijo mi padre, mientras cargaba una valija en
el baúl del automóvil el día viernes y antes de partir – ...pues casi me
olvido.
Andate
hasta el rancho en la “Alhajita” *, a buscar una lata de pintura gris de cuatro
litros. Una de las tres que están en un rincón en la cocina. Voy a necesitarla
acá en casa para el martes, pues yo no me di cuenta y llevé todas para allá,
¿vas a poder?
-- Sí.
Mañana mismo a la tarde, cruzo y te la traigo. – respondí.
El día
viernes y como siempre, invité a mi inefable compañero Ricardo.
Sólo dijo
que no podía ir por ser el cumpleaños de su madre, y junto a sus hermanos,
pensaban preparar una reunión familiar por la noche. De paso, me invitó a que
concurriera cuando regresara de la isla.
A las
tres de la tarde, tomé la canoa y crucé el río hasta llegar al rancho. Una vez
allí y como era costumbre, abrí de par en par todas las puertas y ventanas.
* N del A. Nombre de la canoa
de un amigo ( F. Maldonado) .
Era de
rigor, airear las habitaciones de las cabañas, por estar siempre muchos días
cerradas por completo. Luego, me dediqué tranquilo a la lectura de un buen
libro.
¿Para que
apurarme a volver a la ciudad donde el calor del verano se hacía sentir con
toda intensidad si podía pasarla bien bajo el fresco de los árboles?
A media
tarde, y como era costumbre, preparé el mate cocido en la ennegrecida pava y
acompañando con unos biscochitos. Así transcurrió el resto del día, tranquilo y silencioso.
Antes de
partir, y cuando el sol ya caía en el horizonte, se me ocurrió darme una
zambullida. Caminé hasta la costa, y lanzándome a las aguas comencé a nadar
unos metros río adentro.
Estaba yo
disfrutando en plenitud aquel día de verano. La
apacible soledad de la isla embriagaba mis sentidos.
Pero de
improviso, algo bajo las aguas rozó mi pierna.
Sentirse
tocado por cualquier objeto en aquellas oscuras y turbias aguas, produce por
cierto una impresión desagradable, sobre todo por la dificultad de ver de que
se trata.
A veces
es sólo un pez, otras veces una planta o un trozo de barba de sauce que flota a
media agua.
El estar
sólo en aquellos parajes, lo vuelve a uno precavido, por lo que comencé de
inmediato a nadar hacia la costa y de la cual sólo me separaban unos treinta
metros.
Pero
cuando estaba por llegar y de repente, sin que nada me lo advirtiera, una cosa,
y que no pude discernir en aquel momento de que se trataba, me sujetó por el
tobillo derecho halándome con fuerza hacia abajo. El tirón me hundió con tanta
fuerza, que con ambos pies toqué aquel fondo barroso que calculo estaba a unos
tres metros.
Aterrado por
tremendo susto, conseguí salir a la superficie y comencé a nadar a una
velocidad vertiginosa hacia la costa. Cuando la alcancé, emprendí una carrera
digna de competencia y hasta llegar debajo del rancho.
Allí,
permanecí jadeando y descontrolado por unos minutos.
¿Que
había pasado?
No lo
sabía con certeza. Me había resultado muy parecido una mano que me había asido
de un tobillo, para luego halarme hacia lo profundo.
Mi
corazón latía descontrolado y yo temblaba como una hoja agitada por el viento,
mientras intentaba encontrar alguna explicación lógica a lo sucedido.
De una
broma no se trataba, pues me hallaba solo.
Me tomó
un buen rato calmarme, aunque no lo logré del todo, pues tenía los nervios de
punta por aquel extraño y aterrador suceso. Pocos minutos después, decidí
partir lo más pronto posible y antes que se hiciera de noche por completo, por
lo que tomé la lata de pintura encargada por mi padre, y cerrando con celeridad
puertas y ventanas, estuve listo para regresar a la ciudad.
Poco más
tarde, dando un empellón a la canoa para que se alejara de la costa trepé sobre
ella y comencé a remar corriente arriba paralelo a la costa.
Pero
cuando la canoa llevaba recorrido escasos treinta metros, se sacudió de
improviso para ladearse después.
Sentí un golpe
seco en su madera, y un brazo oscuro, putrefacto y abominable, emergió
repentino de las aguas para aferrarse a la borda derecha de la embarcación.
Creí que
moriría ahí mismo por el susto. Mi corazón se detuvo y mi sangre se congeló en
las venas.
Lo único
que atiné, fue a remar con todas mis fuerzas, girando la embarcación en
dirección a la costa con la mayor velocidad posible.
Unos
segundos después, su proa chocó con tanta violencia contra la orilla de baja
barranca, que casi me arroja de la bancada de los remos*.
Salté a
tierra para lanzarme luego a toda carrera hacia el rancho, distante éste unos
cincuenta metros tierra adentro. En un abrir y cerrar de ojos, hoy no me
explico como pude hacerlo tan rápido, había entrado, cerrado tras de mí la
puerta, y colocado la tranca** interior.
* N del A. La bancada de los
remos, es la tabla transversal utilizada como asiento para el remero.
** N del A. La tranca, es
una madera resistente que se cruza detrás de puerta o ventana, impidiendo que
pueda abrirse con facilidad desde el exterior y al intentar abrirla por la
fuerza .
¿ Mis
ojos lagrimeaban por el miedo, era presa de un persistente temblor que no
lograba calmar, y mi mente, no lograba serenarse en medio de un torbellino de
confusas ideas.
Qué
monstruosa cosa había emergido de aquellas oscuras aguas para atacarme?
Pero de
pronto lo recordé.
El
pensamiento acudió de inmediato.
¡Aquel
ahogado que habíamos encontrado con mi amigo Ricardo quería venganza!
Pero...¿Era
posible tal cosa? Los hechos estaban a la vista.
Deduje
que por no haberlo recogido, dejándolo a la deriva. Aquel putrefacto cadáver,
nunca había sido hallado, no había recibido una cristiana sepultura, y ahora,
al no encontrar su eterno descanso, regresaba en busca del culpable. Yo.
Otra explicación
razonable no existía, al menos en aquel momento.
Me
maldije a mi mismo por no haber hecho caso a mi amigo, cuando éste lo había
sugerido en aquella oportunidad.
-- De
haber avisado a las autoridades, hoy se hallaría sepultado... y su alma torturada
hubiese encontrado sosiego. – pensó mi atormentada mente.
Pasada
media hora de estar encerrado en la cabaña, decidí abrir una de las dos
ventanas del frente y que daban hacia la costa, sólo para descubrir que el sol
se había ocultado por completo. La escasa claridad que aún persistía, iba
desapareciendo con rapidez.
Entonces,
presentí una larga y aterrorizante
noche.
A
tientas, encendí dos de los faroles a kerosene, pues el interior de la cabaña
ahora estaba sumido en total oscuridad.
Una hora
interminable transcurrió sin que escuchara el más mínimo sonido. Encerrado,
sentado sobre una cama pensando en
aquella monstruosidad. Cuando deduje por fin que lo más probable era que aún me
acechara allí afuera, de repente, un fuerte golpe se escuchó sobre la puerta.
Un salto
pegué sobre la cama y me puse de pie de inmediato.
--
¡¿Quién es?! – grité.
Una
pequeña luz de esperanza, me dijo que podía tratarse de alguna persona de la
ciudad y que ocupaba una de las cabañas vecinas.
Pero
nadie contestó.
Al cabo de
un par de minutos, muchos fuertes e insistentes golpes sonaron, como aplicados
con un puño sobre la puerta de madera.
Enseguida
lo supe, estaba seguro de que era él. Estaba afuera e intentaba entrar, venía
por mí.
Rejuntando
el poco valor que me quedaba grité:
--¡Vete de acá demonio! ¡Mandáte a mudar... maldito
hijo de puta!...
Mis ojos
lagrimeaban a causa del terror descontrolado que había hecho presa de mí.
Luego de
aquellos improperios lanzados a viva voz, todo volvió a la calma, pero sólo por
un par de minutos. Luego comenzaron a sonar los furiosos y repetidos golpes,
cada vez mucho más fuertes.
Comencé a
percibir un hedor insoportable, y un poco más tarde, unos tremendos empellones
hacían que las dos hojas de la puerta se arquearan levemente hacia adentro.
Creo que de no haber estado la tranca asegurándola, de par en par se hubiera
abierto. Aquellos empellones continuaron durante largos, angustiosos e
interminables minutos, durante los cuales, yo permanecí temblando, con la
mirada fija en aquella puerta y con el machete en la mano.
Si en
algún momento cedía y el engendro penetraba, la emprendería a machetazos
dispuesto a vender cara mi vida.
Pero por
fortuna, la noble madera resistió todos los embates lanzados, y al cabo de un
largo rato todo volvió a ser silencio.
Pensé en
aquel momento que mi única vía de escape era la canoa, pero ni amarrada la
había dejado en mi apuro por refugiarme,
si la corriente la había arrastrado, estaba perdido.
Pensé que
si por fortuna me libraba de aquel
trance, sería todo un problema explicar aquellos sucesos, pues nadie me
creería, y encima, mi viejo me mataría por haber extraviado una embarcación
ajena.
La puerta
de entrada tenía cerrados los postigos interiores, esto la volvía más
resistente, pero no me permitía observar hacia fuera. Decidí entonces abrir las
ventanas del frente, con mucha cautela y con el mayor de los cuidados para no
provocar el más mínimo ruido. Debía saber a toda costa lo que pasaba afuera, es
decir, donde se hallaba aquel abominable resto humano, o si por fin, y al ver
que no había forma de atraparme, se retiraba de una buena vez dejándome
tranquilo
A través
de ellas, a través de la noche, alcancé a divisar el terreno hacia el frente y
hasta la costa, el reflejo del río, y más allá, las luces de la ciudad.
Por mucho
que atisbaba en la oscuridad, no lograba localizar al desgraciado, y me
inquietaba demasiado, el hecho de no saber con exactitud por donde andaba
rondando. Aquella noche resultó muy calurosa, y yo, allí encerrado, había
comenzado a transpirar profusamente. La sed comenzaba a acuciarme y no disponía
de una mísera gota de agua.
Sin
embargo, decidí alejar mis pensamientos de ese hecho, pues sumaría otro
problema a mi atormentada mente. Aguardaría a que llegara la mañana y luego
trataría de salir de allí a como diera lugar. Con seguridad, para el día
siguiente y siendo sábado, arribaría gente a alguno de las dos cabañas vecinas
y entonces me encontraría a salvo, o por lo menos eso pensaba.
En medio
de mis cavilaciones fue cuando comencé a escuchar raspar sobre la madera de la
pared, sonido que fue creciendo en intensidad hasta parecer un león afilando
sus garras. Maldije por no tener a mano la dichosa escopeta isleña, que por
desgracia para mí, estaba en el cuarto lindero destinado a guardar todos los
trastos, redes y herramientas, y sólo se tenía acceso por una puerta que se
hallaba bajo la galería.
Aunque a
decir verdad, no sabía si era posible matar a uno que ya está muerto.
De todos
modos, calculé que si le acertaba algunas perdigonadas a corta distancia y en
alguna de sus podridas piernas, seguro se la desarmaría, dejándolo sin poder
caminar.
¿Y si no
lo lograba? ¿Y sino le hacía efecto alguno?¿Cómo matar a un muerto?
Los
rasguños en las paredes continuaron a intervalos. Consulté mi reloj, y sus
agujas indicaban las nueve de la noche. Esperaba ansioso que a la luz del nuevo
día aquel engendro se marchase.
Mi oído,
cada tanto, percibía el crujir de la madera y el leve sonido de sus pausados
pasos en la estructura de madera, como si anduviese de aquí para allá buscando
la forma de penetrar para atraparme.
Revolví
entonces dentro de un pequeño y bajito armario, donde mi padre solía guardar
algunas herramientas de mano. Sólo
encontré destornilladores, una pinza, y un serrucho de pequeñas dimensiones.
Pero de
pronto se me ocurrió una idea, si podía quitar un par de tablas de la pared de
madera lindera, con seguridad accedería al cuarto de trastos y por supuesto a
la escopeta, por lo que sin pensarlo dos veces me aboqué a la tarea.
Comencé a
hacer palanca valiéndome de los destornilladores grandes y en una junta entre dos tablas, para luego introducir
con cuidado la hoja del serrucho para cortar los travesaños.
En plena
tarea me hallaba, cuando un nuevo sonido llegó a mis oídos y me detuve de
repente en lo que estaba haciendo para escucharlo mejor.
--¡Por
Dios!— exclamé.
Era el
sonido de las acanaladas chapas de zinc que cubrían el techo y que
probablemente crujían al tratar de ser arrancadas.
-- Este
se quiere meter por arriba. – pensé de inmediato – ¿pero por donde y como? –
Recordé
entonces que en el exterior había quedado una escalerilla corta que tenía
varios usos.
Valiéndose
de la misma, él trataba de vulnerar el techo para meterse dentro. De inmediato
me trasladé hasta la otra habitación, para con pavor descubrír que estaba
forcejeando intentado retirar una de ellas, la cual se hallaba desprendida en
forma parcial dejando un espacio a través del cual se veía el negro cielo
estrellado.
--
¡Mandate a mudar hijo de puta! – grité a todo pulmón.
Me sentía
aterrorizado e impotente.
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